lunes, 6 de julio de 2009

S'as gira


Una pequeña historia que el Maestro evoca en su libro “La misteriosa fiamma della Regina Loana” acerca de su abuelo, que resulta una anécdota divertida y muy representativa de algunos tiempos pasados. Transcribo a continuación una versión libre del texto:

El abuelo era de verdad un periodista, de los que trabajan en los periódicos. Lo fue hasta 1922, y el periódico era un diario o una revista socialista. En aquellos tiempos, con la inminencia de la Marcha sobre Roma, los escuadristas iban por el mundo con la porra y les alisaban la espalda a los subversivos. Pero a los que querían castigar de verdad les hacían beber una robusta dosis de aceite de ricino, para purgarles de sus ideas retorcidas. No una cucharadita, por lo menos medio cuartillo. Entonces sucedió que los escuadristas allanaron la sede del periódico donde trabajaba el abuelo: Calculando que debía haber nacido hacia 1880, en el 22 tenía como poco 40 años, mientras que los justicieros eran unos mozalbetes. Lo rompieron todo, incluidas las máquinas y la pequeña tipografía, tiraron los muebles por la ventana y, antes de desalojar el local y cerrar la puerta clavando 2 tablones, agarraron a los 2 redactores presentes, les propinaron una paliza suficiente y luego les dieron el aceite de ricino.

Un pobrecillo al que le hacen beber eso, si consigue llegar a casa con sus 2 piernas, pues no le diga donde se pasa los días siguientes. Debió de ser una humillación de las que no se pueden ni decir.

Se adivinaba, por los consejos que le escribía a un amigo milanés, que a partir de ese momento (visto que los fascistas se saldrían con la suya algunos meses más tarde) el abuelo decidió dejar los periódicos y la vida activa, puso su pequeña librería de viejo y así vivió en silencio durante 20 años, hablando o escribiendo de política sólo con los amigos de confianza.

Pero no se olvidó de quienes le habían introducido personalmente el aceite en la boca mientras sus compinches le tapaban la nariz. Era un tal Merlo, el abuelo lo supo siempre, y en 20 años no le perdió la pista jamás.

El abuelo había vuelto a casa con la carne debilitada por el aceite pero con el espíritu aún indómito. Con las 2 primeras descargas no tuvo tiempo de pensar en lo que hacía, y echó fuera el alma. A la tercera o cuarta, decidió defecar en un orinal. Y en el orinal recogió aceite mezclado con eso que sale cuando uno se toma la purga. El abuelo vació un envase de agua de rosas de la abuela, lo lavó cuidadosamente y metió dentro tanto el aceite como esa cosa. Enroscó el tapón y lo cerró con lacre, de manera que ese licor no se evaporara y mantuviera intacto su bouquet, como les pasa a los vinos.

Guardó la botellita en su casa de la ciudad y, una vez que nos refugiamos en Solara, se la llevó al despacho. Se ve que Masulu pensaba como él, y sabía la historia, porque cada vez que entraba en el despacho miraba primero el frasquito, luego al abuelo, y hacía un gesto: Tendía la mano hacia delante, con la palma hacia abajo, luego giraba la muñeca para colocar la palma hacia arriba y decía en tono amenazador: “S’as gira”, que quería decir si giran las tornas, si un día las cosas cambian. Y el abuelo, sobre todo en los últimos tiempos, respondía: “Giran, giran querido Masulu, los otros ya han desembarcado en Sicilia…”

Llegó por fin el 25 de julio. El Gran Consejo puso a Mussolini contra las cuerdas la noche anterior, el rey lo destituyó, 2 carabineros lo cargaron en una ambulancia y se lo llevaron quién sabe dónde. El fascismo había acabado.

Había llegado también la hora del abuelo. “Ha girado”, le dijo lapidariamente a Masulu, y éste entendió que tenía que ponerse manos a la obra. Llamó a 2 muchachotes que lo ayudaban en los campos, el Stivulu y el Gigio, ambos bien plantados, con la cara enrojecida tanto por el sol como por el Barbera y unos músculos tal que así, sobre todo el Gigio, que cuando un carro se quedaba atrancado en un foso lo llamaban a él para que lo sacara a pelo, y los mandó a todos los pueblos de los alrededores, mientras el abuelo bajaba al teléfono público de Solara y recababa información de sus amigos de la ciudad.

Por fin, el 30 de julio, se localizó al Merlo. Su casa o su finca de cmpo estaba en Bassinasco, no muy lejos de Solara, y allá se había retirado sigilosamente, sin hacerse notar. Nunca había sido un pez gordo y podía esperar que se olvidaran de él.

- Iremos el 2 de agosto- Dijo el abuelo – porque fue precisamente el 2 de agosto de hace 21 años cuando ése me dio el aceite. Iremos después de cenar, porque a esa hora el Merlo habrá acabado de atiborrarse como un preboste, y es el momento adecuado para ayudarlo a digerir.
Tomaron la calesa y salieron al atardecer hacia Bassinasco.

Llegados a casa del Merlo, llamaron a la puerta. El Merlo fue a abrir con la servilleta de cuadritos todavía en el cuello, quiénes sois quiénes no sois, naturalmente la cara del abuelo no le decía nada, lo empujaron dentro, Stivulu y Gigio lo obligaron a sentarse sujetándole bien los brazos detrás de la espalda y Masulu le tapó la nariz con el pulgar y el índice, que solos se bastaban para tapar una damajuana.

El abuelo, con calma, recordó la historia de 21 años antes, mientras el Merlo negaba con la cabeza, como si dijera que se trataba de un error, que él nunca se había interesado por la política. El abuelo, una vez acabada su explicación, le recordó que a él, antes de meterle el aceite en la garganta, le habían animado, con algún que otro bastonazo, a que dijera con la nariz cerrada alalá. Él era una persona pacífica y no quería usar el bastón, así que si Merlo quería colaborar amablemente era mejor que dijera enseguida ese alalá para evitar escenas embarazosas. Y Merlo, con énfasis nasal, gritó alalá, que en definitiva era una de las pocas cosas que había aprendido a hacer.

Después de lo cual, el abuelo le introdujo el frasquito en la boca y le hizo tragar todo el aceite, con su dosis de materia fecal en solución, correctamente envejecido a la temperatura adecuada, añada de 1922, denominación de origen controlada.

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