Tampoco hay temor a los dioses. El hombre homérico es libre, de pie ante las divinidades, sin miedo tampoco a fantasmas ni a la muerte. Las "testas sin fuerzas" de los muertos se encuentran en el Hades, allá abajo, y nada pueden hacer contra los vivos. Ni siquiera el muerto por violencia, el asesinado, molesta a los supervivientes con exigencias de venganza (como puede verse aún en mitos pretéritos, como el cantado por Robert Graves en su versión de los Argonautas). Y esta separación del mundo de los vivos y los muertos se extiende a las costumbres funerarias: Ya no se entierra a los muertos, sino que se los incinera.
La muerte se vive entonces como un fenómeno natural, parecido al sueño, del que es hermana. En esto los aficionados a Sandman encontrarán un delicioso referente erudito. Y en el otro mundo no hay un infierno aterrador ni una atractiva y feliz vida en el cielo como recompensa a los actos de la vida. El Eliseo, las Islas de los Bienaventurados, son regiones reservadas a especiales favoritos de los dioses, e igualmente en el Hades no sufren castigo más que los criminales excepcionales.
La religión en el mundo homérico podría concebirse como una religión de la luz y la cismundanidad. Y la luz son sus dioses. Lo que pone a los dioses por encima de los hombres es su mayor plenitud vital, su poder, la inmortalidad y la eterna juventud. Hasta comen y beben distinto, cambiando el pan y el vino por néctar y ambrosía. Pero lo que no tienen sus dioses es una superior moralidad, y no están exentos de sufrimiento: Zeus debe consentir la muerte de Sarpedón, según su destino, y Tetis ha de ver morir a Aquileo.
El deseo del hombre homérico, según se desprende de sus poemas inmortales, es vivir en la luz, y de ser posible, morir en la luz. Pues la vida en la luz, la vida cismundana, es la única vida real. Incluso si se trata de la vida de un esclavo o de un mísero jornalero, es mucho mejor que estar allá abajo, en la oscuridad del Hades ni incluso reinando sobre los muertos. Las diferencias con el cristianismo en este sentido son drásticas. No hay una vida mejor esperando más allá. La vida es la que es. El hombre corpóreo es el hombre mismo, el real. Su psique, al morir, se va al Hades "llorando virilidad y juventud". No es más que una copia inerte, sombra de su terrena realidad.
Eso confiere al hombre homérico un inmenso amor a la vida, pese a que reconoce que es un bien algo problemático. Medita Homero sobre el valor de la vida, porque por ser precisamente tan hermosa y única, ha de lamentarse su brevedad, su fugacidad:
no hay ser más digno de lástima que el hombre.
(Zeus, Il., 17, 446 s.)
El sufrimiento es parte del destino humano, elemento integrante de la vida. Así lo dice Aquileo ante el sufrido Príamo en una de las escenas más conmovedoras del poema:
para qeu vivan en sufrimiento.
(Il., 24, 525 ss.)
La vida de los mortales está predestinada desde el inicio. Zeus tiene a su lado 2 tinajas, una llena de bienes y otra llena de males. El que recibe una mezcla puede darse por satisfecho. Pero hay hombres que son literalmente perseguidos por la desgracia. E griego clásico sería años más tarde muy sensible a esto, en sus cientos de Tragedias. Hay una tercera posibilidad, que es la de hombres que recibieran sólo bienes, pero esto no se da nunca.
Parece cargado de pesimismo. Pero no. El hombre griego no se rinde nunca a los males de la vida. Siempre saca fuerzas para hacerles frente en ese famoso "Resiste" que Aquileo dirige al desgraciado Príamo. Esa es la grandeza de la vida y la muerte de los griegos. Es el "resiste" que llevó a plantar batalla a Jerjes, a combatir en Maratón, a sacar de territorio hostil a los Diezmil, a conquistar el mundo conocido, a conquistar culturalmente a su conquistador por las armas. Es el espíritu que llevó a su cultura a pervivir en los siglos.