Otro artículo interesante que he pillado dando un par de vueltas por la red. Vale la pena el tiempo que se ocupe en leerlo, y además está escrito por el Maestro (http://prodavinci.com/2014/07/28/vivir/dando-a-cambio-nuestra-privacidad-por-umberto-eco/):
Uno de los grandes problemas de nuestro
tiempo, que a todas luces parece preocupar a todos hoy día, es el número
creciente de amenazas a nuestra privacidad. En los términos más llanos,
asumimos que “privacidad” significa que todos tienen el derecho a
proceder con sus propios asuntos sin que alguien más —en particular
dependencias ligadas a centros de poder— se entere al respecto.
Valoramos tanto nuestra privacidad que hemos establecido instituciones y
regulaciones para salvaguardarla.
A últimas fechas, nuestras
conversaciones a menudo dan un giro hacia cuánto nos preocupa que
alguien pudiera piratear nuestros estados de cuenta de tarjetas de
crédito y averiguar qué bienes hemos comprado, en qué hoteles nos hemos
hospedado o dónde hemos cenado. No importa el miedo a que nuestros
teléfonos pudieran ser intervenidos sin causa justa: Vodafone, la
empresa británica de telecomunicaciones, hizo sonar la alarma sobre
agentes más o menos secretos en varios países obteniendo acceso a las
personas con las que hablamos y lo que decimos al teléfono.
Por la manera en que hablamos de la
privacidad, parecería que la consideramos sagrada, como algo que debe
defenderse a cualquier precio, para que no terminemos viviendo en una
sociedad gobernada por el proverbial Hermano Mayor de George Orwell: una
entidad que todo lo ve y vigila cada una de nuestras acciones y, quizá,
incluso cada uno de nuestros pensamientos.
Pero, a juzgar por nuestra conducta,
¿realmente nos preocupa mucho la privacidad? Consideren lo siguiente:
hubo una época en que la mayor amenaza a la privacidad de una persona
era el chisme; la gente temía que su ropa sucia fuera ventilada en
público, preocupada de que eso pudiera dañar su reputación. Sin embargo,
actualmente, a medida que tantos luchamos con la manera de definirnos
en el mundo moderno, existe una amenaza mayor que la pérdida de
privacidad: la pérdida de visibilidad. En nuestra sociedad
hiperconectada, muchos de nosotros sólo queremos que nos vean.
De esta manera, una mujer que se
prostituye (y que, en los viejos tiempos, habría intentando ocultar su
oficio tanto a familia como vecinos), se promueve como una “acompañante”
y adopta un papel público, quizá apareciendo incluso en televisión.
Parejas que en otra época pudieran haber mantenido en privado las
dificultades de su vida ahora se presentan en vulgares programas de TV,
revelándose como adúlteros o cornudos, y son recibidos con aplausos. El
extraño sentado a su lado en el tren le grita a su teléfono lo que
piensa de su cuñada o lo que su asesor fiscal debería hacer. Y el sujeto
de una investigación policial de alto perfil —quien, en otra era,
pudiera haber abandonado la ciudad o permanecido discretamente en casa,
esperando a que pase la ola del escándalo— pudiera más bien incrementar
sus apariciones en público y poner una sonrisa en su cara, ya que es
mejor ser un ladrón de mala fama que un hombre honesto pero anónimo.
El sociólogo Zygmunt Bauman escribió
hace poco en La Repubblica sobre el poder de Facebook y otros medios
sociales para hacer que la gente se sienta interconectada. Esto evocó un
artículo que Bauman escribió para el Social Europe Journal en 2012, en
el cual habla de cómo los medios sociales, como instrumentos para llevar
un registro de los pensamientos y emociones de la gente, pueden ser
controlados por diversos poderes interesados en vigilancia electrónica.
Bauman destaca que, a final de cuentas, ese tipo de violaciones a la
privacidad es posible gracias a la entusiasta participación de la misma
gente cuya privacidad está siendo violada. Argumenta que “vivimos en una
sociedad confesional, promoviendo la propia exposición en público del
orden de la principal y más fácil disponible, así como discutiblemente
la más potente y la única prueba en verdad apta de existencia social”.
En otras palabras, por primera vez en la
historia de la humanidad, los espiados están colaborando con los espías
para simplificar la tarea de estos últimos. Lo que es más, la persona
promedio extrae satisfacción de rendir su privacidad cuando eso le
permite sentir como si otros verdaderamente lo “vieran”. (No importa si
lo que ellos ven es su comportamiento como idiota o incluso como
delincuente).
Una vez que seamos capaces de saber
absolutamente todo de todos los demás, el exceso de información sólo
producirá confusión e interferencia. Esto debería preocupar a los
espías, mas no a los espiados, quienes parecen conformes con la idea de
que ellos, y sus secretos más íntimos, sean conocidos por amigos,
vecinos e incluso enemigos. A últimas fechas, quizá someterse a ese tipo
de exposición es la única forma de sentirse realmente vivo y conectado.
Hablamos mucho de dientes para fuera
sobre preocuparnos de la privacidad. Pero si las acciones hablan con
mayor fuerza que las palabras, entonces nuestra privacidad al parecer no
tiene tanta importancia para nosotros. Cuando menos, no tanta como el
reconocimiento.
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