jueves, 7 de febrero de 2008

El paso del estrecho.


Recuerdos. Viaje a Siracusa.

De las cosas que recuerdo con cariño de cuando era pequeño, casi siempre me viene a la cabeza el tren. No sólo porque en una ocasión tuve un tren eléctrico, prodigio casi mágico en aquella época, sino por nuestros contínuos viajes a Burgos. Hispania era otra en aquellos tiempos, y entre nuestra familia era casi una tradición regresar al pueblo cada verano, un viaje de Barcelona a Burgos con los medios más económicos posibles. Eso implicaba, en nuestro caso, coger el tren. Guardo aún los recuerdos de aquellos viajes, con cariño, y en esos recuerdos están siempre aquellas viejas maletas llevadas en contoneo por los andenes de un Sants en mi mente ahora irreconocible. La alegría de volver cada año al pueblo con los momentos felices que esto suponía mezclado con el atropello de entrar al vagón, situarse en el asiento y la excitación de comenzar el viaje. Quizá es por eso por lo que nunca se me hacen demasiado pesados los viajes en tren. De pequeño, en etapa aún pre-literaria, pegaba la nariz a la ventanilla y disfrutaba del paisaje intentando que el pelma de mi hermano no me estorbase en demasía. Y más adelante, con ya más bagaje en mis espaldas, acompañado siempre de un buen libro con el que entretener el traqueteo incesante y las horas hasta llegar al destino. Momentos en su mayoría hermosos, de dulce melancolía. También por ello siempre pienso que me vuelvo taciturno cuando viajo, acostumbrado desde niño a pasar muchos ratos solo mirando por la ventanilla en las 9 horas largas que suponía un viaje de estas características. Recuerdos placenteros, pese a todo, que tal vez asaltan mi alma cada vez que por lo que sea debo coger un tren, y me sumen en evocaciones de sueños en color apagado, como el de la tele de aquellos días.

Mis recuerdos agradables de estos viajes aumentaron a medida que el país se modernizaba, pues si bien recuerdo la excitación de mi primer viaje a Burgos en autocar, recuerdo también con notorio disgusto el mareo que me supuso. Y mi primer vómito en un medio de transporte. Con cada nuevo viaje en coche y autocar, estos mareos se fueron adueñando de mi, vómitos inclusive, y nunca más me abandonaron, aumentando aún más si cabe el lado positivo de cuando se viajaba en tren, oscureciendo hasta borrar los recuerdos desagradables que haya podido tener. De hecho hoy día, si puedo, nunca viajo en coche.

Quien más, quien menos, en estos momentos quienquiera que haya soportado esta disertación hasta aquí se estará preguntando qué tiene que ver esto con Siracusa. Y tendrá razón, pero hay un motivo: El tren, el viaje y una palabra mágica, el transbordo. De aquellos viajes a Burgos me quedó esta palabra, pues he de reconocer que no sabía qué significaba. Entonces, claro. Pero sí sabía, como buen niño dotado de memoria prodigiosa, que teníamos que hacer trnasbordo en Miranda de Ebro antes de llegar a Burgos. Para mí esa palabra no tenía significado alguno, así que vaya usted a saber qué cosas pasaron por mi tierna mente en espera de averiguar que pasaba al llegar a Miranda... Tiempo ha que las olvidé. pero lo que sí recuerdo es que tanta espera sólo sirvió para encontrar que sencillamente teníamos que esperar una barbaridad y luego, nada. Sólo cambiábamos de tren. Cuantas expectativas defraudadas.

Claro, si partimos de Roma y nuestro destino es Siracusa, en la ISLA de Sicilia, ya habréis entendido por dónde iba. Yo sencillamente pensaba que tendríamos que hacer algún tipo de transbordo, no sé, tren-barco, y barco-otro tren. Esa sería la solución más sencilla para mi pobre sencillo cerebro. Pero ah, no nos engañemos, Italia no es un país que se decante por las soluciones sencillas. Así que rememorando mi pasado de viajero en tren, pegado a mi libro en camino de Siracusa y disfrutando de los pocos instantes de paz que el Vikingo y sus bárbaras costumbres (viene del país de los Bárbaros del Norte...) me peritían, se abrían en mi mente las viejas imágenes del transbordo en una estación vieja y destartalada. Como otras muchas, pero sin esa tibieza que da el recuerdo casi la categoría de ensoñación. Sabía que en esta ocasión me lo perdería, claro, pues llegábamos a Reggio, del lado peninsular del estrecho, muy pasada la medianoche y porque en ese país las cosas no son sencillas. ¿Que divago? Ah, claro. Aún no he dicho qué pasa al llegar a Reggio, la solución adoptada: Consiste no en hacer que el pasajero cambie de medio de transporte, con las molestias que ello podría suponer. No. Se trata de que el tren entre dentro del barco, que este cruce por esa manga estrecha de mar, y poner de nuevo el tren en la vía recién salidito del barco. Genialidad lejos del alcance de mi pobre y limitada mente de niño caminando de un tren a otro en las frías mañanas burgalesas.

De ahí la curiosa noche que pasamos en el vagón, acondicionados por los ronquidos de Siciliano y las desventuras de Vikingo para que aquél no roncase. Los extraños traqueteos del tren embarcado y la salida lenta del vientre de un barco recién atracado en Sicilia. Sonidos extraños, audibles entre las puertas del sueño. Y el desconsuelo de este que escribe por tener que perderse tan digno espectáculo por estar dormido. Y a fe mía que si me llego a despertar, salgo seguro del vagón. Allí será habitual, pero eso para mí era un prodigio.

La foto es de Messina. Poco la pudimos ver aunque de mútuo acuerdo Elisabet y yo decidimos realizar el mismo viaje a plena luz. Ese espectáculo nos esperaría a nuestro regreso. Queríamos verlo.

Y ya de madrugada nos desperezamos en el asiento, lo justo para despedir al compañero Siciliano y desearnos mútuamente buen viaje, tanto para el que lo concluye en su regreso a casa como para el que aún comienza un largo peregrinar antes de emprendeer el mismo recorrido. Contemplando después desde la ventanilla del vagón el mar una vez lleno de la vitalidad de una Magna Grecia. Explanadas de naranjos y limoneros casi hasta tocar el mar, con olivos y tierras de miseria, bellas, salvajes, resplandecientes sólo a nuestros ojos de viajero, con el brillo que se aparece sólo en esas vírgenes imágenes de color tierra y azul. Sicilia se amanecía desde su vieja y austera belleza, la única deseable para quien evita el apelativo de "turista". Y en breve, tras un suculento desayuno, Siracusa. El sueño del viaje, aún por descubrir, se desperezaba lentamente dentro del tren y nuestros recuerdos.

¿Vikingo? Le abandonamos en Catania, al pie del Etna. O más bien nos dejó él. No nos supo mal.

1 comentario:

Pepito Grillo dijo...

No doy crédito!

No me puedo creer que tanta POESIA surja de un freak que lee clásicos...

Como dicen en el zen: "abrazar a las contradicíones"


Y en otro orden de cosas...yo quiero salir en tren de la tripa de un barco, dónde es eso?

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