viernes, 19 de julio de 2013

El Mal Absoluto

Pongo un texto de Claudio Magris sacado de "el Pais", que publicó en 2003:
 
Es raro encontrar el mal puro, absoluto y gratuito, sin que lo hayan manchado esas escorias de humanidad que están presentes en casi todas las acciones de los hombres, incluso en las más brutales. El gesto del asesino más abyecto y cruel se entremezcla a menudo con sentimientos, miedos, debilidades, contradicciones, coincidencias, casualidades que ciertamente no atenúan su culpa ni lo excluyen de la necesidad de una condena y un castigo, pero lo entrelazan a la incertidumbre, a la ambigüedad de la condición humana. Con mucha frecuencia el Mal, escrito con mayúscula, ejerce una seducción vulgar, como una telenovela en technicolor; parece más interesante, pero en realidad es mucho más trivial y retórico que el bien, el cual, en cambio, es difícil y azaroso, más complejo, carente de prejuicios y requiere valentía, fantasía, originalidad.
 
    Rara vez  la literatura ha sido capaz de realizar una representación adecuada del mal, con excepción, claro está, de algunos escritores, sobre todo clásicos, realmente despiadados y objetivos cuando han tenido que representar la crueldad de la vida. La literatura que pretende tomar una actitud cínica y parece chapotear complacida en la sangre y el horror, no deja correr sino jugo de tomate y bajo la ostentosa matanza no hace más que profesar buenos sentimientos.
 
    El otro día, sin embargo, me topé por casualidad con un testimonio del mal absoluto. Es una carta dirigida a Himmler, fechada el 13 de abril de 1942 y escrita por la señora Nini Rascher, esposa del doctor Siegmund Rascher, Hauptsturmführer de las SS, el médico que en el campo de concentración y exterminio de Dachau utilizaba a prisioneros —sobre todo judíos y rusos— en horribles experimentos mortales, especialmente de compresión y descompresión atmosférica y de congelación, seguidos de intentos de “revivificación” al contacto con los cuerpos desnudos de detenidas que eran transportadas desde Ravensbrück con este objetivo y que luego eran eliminadas. Estas y otras actividades semejantes habían encontrado, por el celo con el que eran ejecutadas, un especial aprecio de Himmler, el cual les envió al médico y a su familia, en ocasión de día de Pascua, chocolates.
 
    En su carta, la señora Nini Rascher le agradece a Himmler los chocolates, de los que —dice— su esposo es muy goloso. No es extraño, claro está, que la esposa de un médico torturador le agradezca al torturador en jefe el envío de este sabroso regalo, raro y precioso en los duros tiempos de la guerra; y ciertamente nadie espera que la señora eleve su voz para protestar en contra de los experimentos. No obstante, uno se esperaría que la señora Nini se detuviese allí, que le agradeciese los chocolates y formulase sus más respetuosos saludos. Nadie, ni siquiera Himmler, le pide más. La señora Nini, por el contrario, prosigue complacida hablando de los apreciados experimentos realizados por su esposo despedazando seres humanos durante la semana de Pascua que recién acaba de terminar, y trabajando sólo en estos “experimentos” —escribe— “que, en cambio, el doctor Romberg realizó con demasiadas limitaciones y demasiada compasión”. 
 
    Estas palabras son una epifanía del mal puro y gratuito. El doctor Romberg también era, claro está, un médico nazi dedicado a perpetrar esos experimentos infames y esas atroces torturas; por lo que parece, sólo lo asaltaban pequeños titubeos para asesinar, era un poco menos arrojado y decidido que el médico Rascher, quizá sencillamente porque era de un temperamento menos desbordante, así como también entre los borrachos y erotómanos hay quienes se cansan un poco antes.
 
    La señora Nini escribió estas palabras en plena libertad; nadie hubiera dudado de su fe nazi si no las hubiese dicho, si se hubiese limitado a agradecer los chocolates. En ese momento ella sobresale, más que todos, en el mal. Resulta más infame que su esposo, que Himmler, que los otros esbirros del exterminio y los asesinos que, en los más diversos lugares de la tierra y a lo largo de la historia, ejercitan su crueldad sobre sus semejantes.
 
    Mientras realiza su delito, el asesino se encuentra en los engranajes de una máquina monstruosa; obviamente eso no lo justifica en lo más mínimo y es más que justo que, por ejemplo, el doctor Schilling, que en Dachau les inoculaba malaria a los prisioneros, haya terminado en la horca; pero la maldad del doctor Rascher es un mysterium iniquitatis menos puro que el de su esposa.
 
    Toda una historia —ciertamente miserable y criminal— llevó culpablemente al doctor Rascher a ser un verdugo peor que el doctor Romberg; las palabras de la señora Nini, en cambio, brotan directa y deliberadamente de su corazón, de su amor radical y total por el mal. Alegrarse por un delito puede ser a veces peor, más vil y más gratuito que cometerlo. Si alguien de forma sincera y genuina se alegrase por las torturas que les infería Mengele a sus víctimas, sería incluso peor que él.
 
    Misterio de la ignominia, dicen las Escrituras. Quizás el misterio más grande es cuando el mal alcanza tales dimensiones hasta convertirse en un absoluto y desinteresado fin en sí mismo.   
 

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