Los arqueólogos también sufren la crisis, pero su vocación les da ánimos para seguir investigando y romper los tópicos
Carme lleva botas altas de caminar y pantalones tipo militar de color verde. Fuma un cigarrillo de vez en cuando. Camina supervisando máquinas excavadoras y cuando hace falta sube al terrado del castillo medieval donde trabaja, mediante una escalera un tanto precaria apoyada en la pared. Protege su cabeza con un casco de obra. Verónica pasa el día delante de un ordenador en un diminuto despacho de la universidad, situado en un sótano cercano a un almacén de restos de esqueletos humanos. A su derecha, un microscopio de laboratorio con distintas placas. La pantalla de su computadora está repleta de cálculos estadísticos y fórmulas químicas.
Cuesta imaginarlo, pero ambas mujeres desempeñan la misma profesión: son arqueólogas. Si poco tienen en común entre ellas, aún menos lo tienen con la mitología de Indiana Jones: ni rastro del látigo empolvado y aún menos del sombrero de piel desgastada. Tampoco tienen pinta de haberse balanceado sobre puentes de bambú colgados sobre un río repleto de cocodrilos hambrientos.
Se puede discutir si el personaje cinematográfico interpretado por Harrison Ford, el prototipo del arqueólogo aventurero de acción (que el director Steven Spielberg acaba de jubilar), ha sentado bien o mal a la reputación del colectivo. Por un lado, ha sacado del anonimato a unos profesionales poco reconocidos y con poca visibilidad. Pero, por el otro, ha difundido unos tópicos que, como se acaba de describir, no corresponden a la realidad. ¿Cómo vive de verdad un arqueólogo? Lo primero que hay que decir es que, hasta hace poco esta profesión ni siquiera tenía una carrera como tal. Los primeros arqueólogos de principios del siglo XX eran casi unos románticos y en sus investigaciones sí había cierta vertiente artística o aventurera. Eran, en el mejor de los casos, licenciados en Historia o en Filosofía y Letras que se dedicaban a buscar nuestro pasado olvidado bajo tierra. La administración hacía la vista gorda y, por otra parte, había muchos terrenos desconocidos que explorar. En otros casos, eran coleccionistas que querían recuperar piezas olvidadas. Simplemente hacían de arqueólogos.
Ahora, ya entrados en el siglo XXI, el oficio se ha profesionalizado y el marco laboral ha quedado institucionalizado. En España, desde hace un par de años, con los nuevos planes de estudios, además de los másters, por primera vez existen facultades de Arqueología, aunque todavía no ha salido la primera promoción. Pero esto no despeja las incógnitas: una vez terminados los estudios, ¿cuál es la realidad? ¿En qué consiste este estilo de vida?
“Existe una imagen bucólica de la profesión, pero el arqueólogo hoy en día tiene que hacer trabajo de campo en coordinación con su equipo. Y no todos los arqueólogos van por ahí con pinceles en la mano. En este oficio existe un componente burocrático importante: hay que pedir permisos, porque para excavar siempre se precisa una autorización”, recuerda Gemma Caballé, de ADAC, Associació d’Arqueòlegs de Catalunya. “Es cierto: se necesita tener un cierto aguante físico, ya que al cabo del día acabas con la espalda machacada. Pero es un trabajo delicado y de hormiga, no de fuerza. Puedes tener suerte, no obstante se precisa paciencia: el reconocimiento llega al cabo de los años”, explica.
Casi todos los arqueólogos sueñan con encontrar la tumba del faraón perdido, pero la realidad es que una de las salidas profesionales más comunes es la inspección arqueológica previa a la construcción de una obra, pública o privada. “En el fondo esta profesión tiene poco glamur. Un arqueólogo casi nunca decide dónde excavar: lo decide la constructora”, explica Carme Subiranas, de la empresa ARCS Patrimoni Cultural, que está terminando excavaciones en el castillo medieval de Vallmoll, en la provincia de Tarragona. “Hacemos los mismos horarios que los albañiles en una obra. Y las relaciones con los promotores pueden llegar a ser difíciles”.
Pues sí: los arqueólogos se ven como estorbos al desarrollo de planes urbanísticos, ya que con sus descubrimientos pueden paralizar una obra. Una vez comprobada la existencia de algunos restos, ellos son los que redactan las llamadas memorias, en las que queda constancia de los descubrimientos, para que las autoridades públicas correspondientes hagan sus propias valoraciones.
La verdad es que, en los años del boom económico, la arqueología ha sido una actividad subsidiaria del urbanismo. Xavier Hernández, catedrático de Didáctica de las Ciencias Sociales, Geografía e Historia de la UB y miembro de la plataforma SOS Museu d’Arqueologia explica que, “a raíz delboom de la construcción, en los años 90 se pagaron legiones de arqueólogos para llevar a cabo una actividad que yo llamo arqueología del cemento, que lo único que han producido son memorias rápidas. Pero estas memorias no han sido capaces de traducirse en informes idóneos para publicaciones científicas”.
Hoy por hoy, ese boom de la arqueología ha terminado. Francesc Florensa, de la empresa Atics, hace un análisis muy duro. “Hemos notado la crisis en todos los sectores. La construcción y la promoción inmobiliaria han frenado en seco y la bajada de la obra pública ha sido muy fuerte. Muchas empresas de arqueología han desaparecido”. Para Florensa, quien aspire a convertirse con este oficio en el Indiana Jones del siglo XXI no debería hacerse demasiadas ilusiones. Los esfuerzos que supone la profesión, como desplazarse durante temporadas fuera de casa, ir en constante búsqueda de un proyecto de investigación, no siempre tienen el reconocimiento social y económico esperado (y deseado). “Uno no tendría que tener demasiadas expectativas. El arqueólogo es un mileurista, no tiene trabajo todo el año y todo es muy precario”, advierte.
La Administración también tiene su parte de responsabilidad. Según Xavier Hernández, “España no cuenta con una verdadera política cultural. Las instituciones han pensado exclusivamente en encargar equipamientos culturales a grandes arquitectos, con el resultado de que se excava muy poco en nuestro país”. Otro problema es el sistema de financiación pública, que está en manos de las comunidades autónomas. Esto hace que se impulsen las investigaciones de carácter local, pero las misiones arqueológicas internacionales a otros países quedan prácticamente huérfanas de ayudas.
Con este panorama, para ejercer de arqueólogo se necesita mucha moral, pasión y vocación. Vistos desde fuera, estos profesionales pueden parecer unos bichos raros, más interesados por el pasado que por vivir el mundo presente. Una vez, con cierto sarcasmo, la escritora británica Agatha Christie dijo: “Cásate con un arqueólogo. Cuanto más vieja te hagas, más encantadora te encontrará”.
Sin embargo, quien se dedica a esta profesión asegura que, pese a todo, el trabajo compensa. Hace muchas décadas, cuando todo era más improvisado, el arqueólogo lo hacía todo: excavar, investigar, dibujar, analizar. En la actualidad esto ya no es así. El arqueólogo moderno tiene que rodearse de profesionales de varias disciplinas: filólogos, arquitectos, paleontólogos... Es un ambiente intelectual muy estimulante.
Porque una cosa está clara: una persona por sí sola, por muchos conocimientos que tenga, ya no puede abarcarlo todo. “Entre los arqueólogos coexisten varias figuras: están los que pasan meses en el campo de trabajo, pero cojean en el momento de hacer informes y viceversa. Lo más importante es la capacidad de observación, de entender el descubrimiento, de interpretarlo”, señala Josep Maria Gurt, catedrático de Arqueología de la UB.
José Manuel Galán representa tal vez el modelo de arqueólogo al que aspiran muchos que quieren dedicarse a esta profesión. Lidera una expedición española en Egipto. Empezó hace diez años en Luxor, con la ayuda de patrocinadores privados y está considerado como unos de los máximos expertos en arqueología egipcia. Una vez más, Galán invita a ser realistas y a no caer en ilusiones: “Mi día a día está en la oficina aquí en Madrid. La excavación dura unas semanas, pero luego hay que estudiar lo que se encuentra, fecharlo, entenderlo. El 80% del trabajo de un arqueólogo es trabajo de mesa. Porque luego tienes que divulgar, interpretar y publicar lo que has encontrado. En la arqueología, la excavación tiene que ser el medio, no el fin”, avisa.
En efecto, lo que hace un buen arqueólogo no es tanto el descubrimiento en sí, cuanto la interpretación que se da del mismo. Por poner un ejemplo, si se encuentran restos de cerámica antigua en unas excavaciones, a partir del análisis geológico y mineralógico de los materiales, se puede deducir su zona geográfica de procedencia y de ahí suponer la posible existencia de rutas comerciales en el lugar del yacimiento. Para llevar a cabo este análisis, la pica, la pala y el pincel no son suficientes: ¡se precisan conocimientos de química orgánica! Con todo, esta rama de arqueología más científica, muy sugestiva, es minoritaria y una de las más difíciles que conseguir. José María Gurt explica que el arqueólogo que quiere seguir investigando en el ámbito universitario y conseguir un doctorado a menudo ha de irse al extranjero. Y que cuando vuelve a España, su futuro tampoco está asegurado. Así que muchos acaban trabajando en museos o en institutos de conservación del patrimonio y aparcan sus sueños.
Ahora bien, si la arqueología no goza de su mejor salud, los que se dedican a ello no pierden las esperanzas y son conscientes de la riqueza social de su trabajo. Aseguran que les pagan para hacer lo que más le gusta. Y cuando se encuentra algo inesperado durante la búsqueda en un yacimiento, la emoción se dispara. “Fui a excavar durante un mes y no apareció nada. De repente, chocas con algo inesperado… Y así es como funciona”, recuerda Florensa. “Una vez que sale algo de la tierra, ves a todo el mundo en el campo que corre a ver lo que ha salido. Es algo que ilusiona”, dice Salvador Musté, de la empresa Recop.
Galán reconoce que en su profesión hay que superar muchas dificultades a diario, pero que el desafío merece la pena. “Cada vez es más difícil justificar unas excavaciones. Sólo se mira lo práctico: la posibilidad de hacer un parque arqueológico, en lugar de valorar el conocimiento en sí”, denuncia. “La ciencia española está volcada en lo de siempre: hacer edificios y que el político salga en la foto. Las autoridades no se dan cuenta del poder económico que tiene un descubrimiento. Es muy importante proteger y cuidar nuestro legado cultural. Se puede sacar partido”, asegura. A su vez, Josep María Gurt invita al optimismo. “Les aseguro que es una profesión gratificante, nadie lo hace para ganar dinero. Gemma Caballé lo resume así. “Esto es un trabajo muy vocacional. Nunca te harás rico. Y, por cierto, a mí me consta que tampoco Indiana Jones navegaba en el oro…”.
Fuente: http://www.arqueologiamedieval.com/noticias/6454/la-vida-de-los-arqueologos
Carme lleva botas altas de caminar y pantalones tipo militar de color verde. Fuma un cigarrillo de vez en cuando. Camina supervisando máquinas excavadoras y cuando hace falta sube al terrado del castillo medieval donde trabaja, mediante una escalera un tanto precaria apoyada en la pared. Protege su cabeza con un casco de obra. Verónica pasa el día delante de un ordenador en un diminuto despacho de la universidad, situado en un sótano cercano a un almacén de restos de esqueletos humanos. A su derecha, un microscopio de laboratorio con distintas placas. La pantalla de su computadora está repleta de cálculos estadísticos y fórmulas químicas.
Cuesta imaginarlo, pero ambas mujeres desempeñan la misma profesión: son arqueólogas. Si poco tienen en común entre ellas, aún menos lo tienen con la mitología de Indiana Jones: ni rastro del látigo empolvado y aún menos del sombrero de piel desgastada. Tampoco tienen pinta de haberse balanceado sobre puentes de bambú colgados sobre un río repleto de cocodrilos hambrientos.
Se puede discutir si el personaje cinematográfico interpretado por Harrison Ford, el prototipo del arqueólogo aventurero de acción (que el director Steven Spielberg acaba de jubilar), ha sentado bien o mal a la reputación del colectivo. Por un lado, ha sacado del anonimato a unos profesionales poco reconocidos y con poca visibilidad. Pero, por el otro, ha difundido unos tópicos que, como se acaba de describir, no corresponden a la realidad. ¿Cómo vive de verdad un arqueólogo? Lo primero que hay que decir es que, hasta hace poco esta profesión ni siquiera tenía una carrera como tal. Los primeros arqueólogos de principios del siglo XX eran casi unos románticos y en sus investigaciones sí había cierta vertiente artística o aventurera. Eran, en el mejor de los casos, licenciados en Historia o en Filosofía y Letras que se dedicaban a buscar nuestro pasado olvidado bajo tierra. La administración hacía la vista gorda y, por otra parte, había muchos terrenos desconocidos que explorar. En otros casos, eran coleccionistas que querían recuperar piezas olvidadas. Simplemente hacían de arqueólogos.
Ahora, ya entrados en el siglo XXI, el oficio se ha profesionalizado y el marco laboral ha quedado institucionalizado. En España, desde hace un par de años, con los nuevos planes de estudios, además de los másters, por primera vez existen facultades de Arqueología, aunque todavía no ha salido la primera promoción. Pero esto no despeja las incógnitas: una vez terminados los estudios, ¿cuál es la realidad? ¿En qué consiste este estilo de vida?
“Existe una imagen bucólica de la profesión, pero el arqueólogo hoy en día tiene que hacer trabajo de campo en coordinación con su equipo. Y no todos los arqueólogos van por ahí con pinceles en la mano. En este oficio existe un componente burocrático importante: hay que pedir permisos, porque para excavar siempre se precisa una autorización”, recuerda Gemma Caballé, de ADAC, Associació d’Arqueòlegs de Catalunya. “Es cierto: se necesita tener un cierto aguante físico, ya que al cabo del día acabas con la espalda machacada. Pero es un trabajo delicado y de hormiga, no de fuerza. Puedes tener suerte, no obstante se precisa paciencia: el reconocimiento llega al cabo de los años”, explica.
Casi todos los arqueólogos sueñan con encontrar la tumba del faraón perdido, pero la realidad es que una de las salidas profesionales más comunes es la inspección arqueológica previa a la construcción de una obra, pública o privada. “En el fondo esta profesión tiene poco glamur. Un arqueólogo casi nunca decide dónde excavar: lo decide la constructora”, explica Carme Subiranas, de la empresa ARCS Patrimoni Cultural, que está terminando excavaciones en el castillo medieval de Vallmoll, en la provincia de Tarragona. “Hacemos los mismos horarios que los albañiles en una obra. Y las relaciones con los promotores pueden llegar a ser difíciles”.
Pues sí: los arqueólogos se ven como estorbos al desarrollo de planes urbanísticos, ya que con sus descubrimientos pueden paralizar una obra. Una vez comprobada la existencia de algunos restos, ellos son los que redactan las llamadas memorias, en las que queda constancia de los descubrimientos, para que las autoridades públicas correspondientes hagan sus propias valoraciones.
La verdad es que, en los años del boom económico, la arqueología ha sido una actividad subsidiaria del urbanismo. Xavier Hernández, catedrático de Didáctica de las Ciencias Sociales, Geografía e Historia de la UB y miembro de la plataforma SOS Museu d’Arqueologia explica que, “a raíz delboom de la construcción, en los años 90 se pagaron legiones de arqueólogos para llevar a cabo una actividad que yo llamo arqueología del cemento, que lo único que han producido son memorias rápidas. Pero estas memorias no han sido capaces de traducirse en informes idóneos para publicaciones científicas”.
Hoy por hoy, ese boom de la arqueología ha terminado. Francesc Florensa, de la empresa Atics, hace un análisis muy duro. “Hemos notado la crisis en todos los sectores. La construcción y la promoción inmobiliaria han frenado en seco y la bajada de la obra pública ha sido muy fuerte. Muchas empresas de arqueología han desaparecido”. Para Florensa, quien aspire a convertirse con este oficio en el Indiana Jones del siglo XXI no debería hacerse demasiadas ilusiones. Los esfuerzos que supone la profesión, como desplazarse durante temporadas fuera de casa, ir en constante búsqueda de un proyecto de investigación, no siempre tienen el reconocimiento social y económico esperado (y deseado). “Uno no tendría que tener demasiadas expectativas. El arqueólogo es un mileurista, no tiene trabajo todo el año y todo es muy precario”, advierte.
La Administración también tiene su parte de responsabilidad. Según Xavier Hernández, “España no cuenta con una verdadera política cultural. Las instituciones han pensado exclusivamente en encargar equipamientos culturales a grandes arquitectos, con el resultado de que se excava muy poco en nuestro país”. Otro problema es el sistema de financiación pública, que está en manos de las comunidades autónomas. Esto hace que se impulsen las investigaciones de carácter local, pero las misiones arqueológicas internacionales a otros países quedan prácticamente huérfanas de ayudas.
Con este panorama, para ejercer de arqueólogo se necesita mucha moral, pasión y vocación. Vistos desde fuera, estos profesionales pueden parecer unos bichos raros, más interesados por el pasado que por vivir el mundo presente. Una vez, con cierto sarcasmo, la escritora británica Agatha Christie dijo: “Cásate con un arqueólogo. Cuanto más vieja te hagas, más encantadora te encontrará”.
Sin embargo, quien se dedica a esta profesión asegura que, pese a todo, el trabajo compensa. Hace muchas décadas, cuando todo era más improvisado, el arqueólogo lo hacía todo: excavar, investigar, dibujar, analizar. En la actualidad esto ya no es así. El arqueólogo moderno tiene que rodearse de profesionales de varias disciplinas: filólogos, arquitectos, paleontólogos... Es un ambiente intelectual muy estimulante.
Porque una cosa está clara: una persona por sí sola, por muchos conocimientos que tenga, ya no puede abarcarlo todo. “Entre los arqueólogos coexisten varias figuras: están los que pasan meses en el campo de trabajo, pero cojean en el momento de hacer informes y viceversa. Lo más importante es la capacidad de observación, de entender el descubrimiento, de interpretarlo”, señala Josep Maria Gurt, catedrático de Arqueología de la UB.
José Manuel Galán representa tal vez el modelo de arqueólogo al que aspiran muchos que quieren dedicarse a esta profesión. Lidera una expedición española en Egipto. Empezó hace diez años en Luxor, con la ayuda de patrocinadores privados y está considerado como unos de los máximos expertos en arqueología egipcia. Una vez más, Galán invita a ser realistas y a no caer en ilusiones: “Mi día a día está en la oficina aquí en Madrid. La excavación dura unas semanas, pero luego hay que estudiar lo que se encuentra, fecharlo, entenderlo. El 80% del trabajo de un arqueólogo es trabajo de mesa. Porque luego tienes que divulgar, interpretar y publicar lo que has encontrado. En la arqueología, la excavación tiene que ser el medio, no el fin”, avisa.
En efecto, lo que hace un buen arqueólogo no es tanto el descubrimiento en sí, cuanto la interpretación que se da del mismo. Por poner un ejemplo, si se encuentran restos de cerámica antigua en unas excavaciones, a partir del análisis geológico y mineralógico de los materiales, se puede deducir su zona geográfica de procedencia y de ahí suponer la posible existencia de rutas comerciales en el lugar del yacimiento. Para llevar a cabo este análisis, la pica, la pala y el pincel no son suficientes: ¡se precisan conocimientos de química orgánica! Con todo, esta rama de arqueología más científica, muy sugestiva, es minoritaria y una de las más difíciles que conseguir. José María Gurt explica que el arqueólogo que quiere seguir investigando en el ámbito universitario y conseguir un doctorado a menudo ha de irse al extranjero. Y que cuando vuelve a España, su futuro tampoco está asegurado. Así que muchos acaban trabajando en museos o en institutos de conservación del patrimonio y aparcan sus sueños.
Ahora bien, si la arqueología no goza de su mejor salud, los que se dedican a ello no pierden las esperanzas y son conscientes de la riqueza social de su trabajo. Aseguran que les pagan para hacer lo que más le gusta. Y cuando se encuentra algo inesperado durante la búsqueda en un yacimiento, la emoción se dispara. “Fui a excavar durante un mes y no apareció nada. De repente, chocas con algo inesperado… Y así es como funciona”, recuerda Florensa. “Una vez que sale algo de la tierra, ves a todo el mundo en el campo que corre a ver lo que ha salido. Es algo que ilusiona”, dice Salvador Musté, de la empresa Recop.
Galán reconoce que en su profesión hay que superar muchas dificultades a diario, pero que el desafío merece la pena. “Cada vez es más difícil justificar unas excavaciones. Sólo se mira lo práctico: la posibilidad de hacer un parque arqueológico, en lugar de valorar el conocimiento en sí”, denuncia. “La ciencia española está volcada en lo de siempre: hacer edificios y que el político salga en la foto. Las autoridades no se dan cuenta del poder económico que tiene un descubrimiento. Es muy importante proteger y cuidar nuestro legado cultural. Se puede sacar partido”, asegura. A su vez, Josep María Gurt invita al optimismo. “Les aseguro que es una profesión gratificante, nadie lo hace para ganar dinero. Gemma Caballé lo resume así. “Esto es un trabajo muy vocacional. Nunca te harás rico. Y, por cierto, a mí me consta que tampoco Indiana Jones navegaba en el oro…”.
Fuente: http://www.arqueologiamedieval.com/noticias/6454/la-vida-de-los-arqueologos
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