La antigua ciudad de Herculano, así denominada por ser atribuida a
Hércules su fundación al regreso de la península Ibérica, mucho más
pequeña que la vecina Pompeya, estaba rodeada por unas frágiles murallas
al pie del Vesubio, en una colina de origen volcánico que se
precipitaba a pico sobre el mar. Por el Este y el Oeste la abrazaban dos
torrentes. Estas pequeñas ensenadas fluviales le proporcionaban
dársenas naturales y seguras. Se calcula que, en el momento de su
destrucción, tenía unos 4.000 habitantes que disponían de un teatro,
basílica, acueducto, foro, termas, una red de fuentes públicas, palestra
o gimnasio, templos y casas, algunas de ellas con lujosas decoraciones.
Ya en el 62 después de Cristo sufrió un gran terremoto que estuvo a
punto de destruirla. Vespasiano pagó la reconstrucción de algunos
edificios públicos, pero, pocos años después, la erupción del volcán
arrojó sobre ella ríos de piroclastos que se solidificaron hasta
alcanzar una altura de más de dieciséis metros. También Pompeya cuando
aún se estaba recuperando del asolador terremoto, el 24 de agosto del 79
después de Cristo, fue igualmente sepultada bajo un río de cenizas,
lapilli y lava.
Debido a esa diferencia de materiales ambas ciudades se conservaron
de manera distinta. En Herculano no solo volvieron a la luz restos
orgánicos (vegetales, telas, objetos de decoración, estructuras de los
edificios de madera y hasta una embarcación que se descubrió en 1982 en
la antigua playa y hoy está totalmente reconstruida en un pequeño museo
creado para su exhibición) sino también los pisos superiores de los
edificios. Si Pompeya ya tiene un área arqueológica de 66 hectáreas de
las cuales se han excavado 45, Herculano dispone de unas veinte de las
cuales se han excavado, a cielo abierto, unas cinco. Las excavaciones de
Herculano comenzaron en 1738 y lo hicieron con la técnica de las
galerías subterráneas y de los pozos de descenso y ventilación hasta el
año 1828, cuando se autorizó la excavación a cielo abierto. Continuaron a
lo largo de todo el siglo XIX hasta que en 1875 se detuvieron,
reiniciándose en 1927. Amedeo Maiuri las continuaría en la década de los
cincuenta haciendo importantes descubrimientos, como los de la playa
sepultada y las más de 300 personas muertas a la espera de que las naves
¿de Plinio? vinieran a salvarlas. Una de esas naves es la del museo.
El antiguo nivel del mar
El visitante, una vez traspasada la “aduana”, entra en el recinto
arqueológico. La ciudad se encuentra a su derecha y él la contempla
desde esa altura de más de 16 metros sobre el antiguo nivel del mar.
Justo a sus pies está la playa y el inicio de la ciudad por donde antes
se encontraba el mar. Lo que se ve como final de la urbe es otra alta
muralla, incluso más alta que sobre la que estamos, donde se encuentra
oculto el resto de la ciudad. Oculto por esos ríos de piroclastos encima
de los cuales se levantó la Herculano moderna, casas, huertos,
jardines. Habría que expropiarlo todo para continuar las excavaciones.
Los arqueólogos no son muy partidarios de avanzar por las dificultades
que eso entraña y, además, porque prefieren conservar y restaurar lo ya
existente, que es mucho y significativo. La crisis económica no favorece
ni siquiera esto último.
Recorriendo el camino para bajar hasta el nivel de la antigua ciudad,
vamos por encima del mar que fue arrastrado medio kilómetro más allá.
Esa nueva extensión de campos y casas se expande a nuestra izquierda.
Asomándome a la barandilla veo una larga lengua de agua estancada y
escucho el croar de las ranas. Esa era la playa y encima de la misma se
encontraba la plaza de Nonio Balbo y a su lado el complejo de las termas
suburbanas.
Siguiendo nuestro casi aéreo camino vemos los edificios abovedados
(almacenes portuarios y embarcaderos) justo encima de la playa
sosteniendo las imponentes estructuras sobre las que se apoyan las
terrazas superiores. En esas bóvedas, en el año 1980, se descubrieron
300 esqueletos humanos. Se refugiaron allí mujeres, niños y hombres
esperando a que las naves los fueran a rescatar. Los efectos tóxicos
nefastos de la erupción terminaron con ellos. Muchas de estas personas
llevaban consigo joyas y monedas, quizá todo lo valioso que poseían. En
el mismo lugar vemos ahora calcos de esos esqueletos. Fue también, en
esta misma zona, donde se descubrió la embarcación romana de nueve
metros de eslora, el esqueleto del conocido como remero y un soldado con
un par de espadas, pequeños cuchillos y una bolsa con monedas.
Siguiendo la antigua línea de la costa nos encontraremos con la
majestuosa Villa de los Papiros. El director de las excavaciones recoge
unas llaves, abre el portalón que da a una estrecha calle por donde
apenas circulan coches y donde disfrutan unos niños jugando a la pelota.
Caminamos unos cien metros hacia arriba rodeados de casas modernas;
otro muro; otro portalón se nos abre. Entonces, desde lo alto, vemos el
fragmento excavado, al aire, de la villa. Es como si un gigantesco
animal le hubiera dado un buen mordisco a la tierra. El frente de la
Villa de los Papiros tenía casi trescientos metros, mientras que lo que
nosotros contemplamos son únicamente 40 metros. El arqueólogo nos dice
que de la villa se ha excavado tan solo un 10%. Y aun así lo que se ha
rescatado es ingente. Estatuas, pinturas, mosaicos, papiros y otros
objetos de la vida cotidiana. El descubrimiento de la Villa de los
Papiros se produjo en abril de 1750 durante el reinado napolitano de
Carlos III. En 1759, cuando el rey pasó a ocupar la Corona española, la
villa estaba prácticamente descubierta.
Pisón y Filodemo
El propietario de la Villa de los Papiros probablemente fue Lucio
Calpurnio Pisón Cesonino, cónsul en el 52 antes de Cristo. Había sido
procónsul en Macedonia desde el 57 al 55 antes de Cristo. La relación de
Pisón con el poeta y filósofo epicúreo Filodemo de Gádara (110 antes de
Cristo) se conoce a través del discurso Ad Pisonem (contra
Pisón) que escribió y declamó Cicerón. Filodemo era un sirio helenizado
que se había formado en Atenas con Zenón de Sidón. Luego vivió en
Alejandría, Roma y en la villa de Herculano. Hasta el siglo XVIII solo
se conocían 36 poesías suyas conservadas en la Antología Palatina.
Debido al estudio de los papiros aquí encontrados ahora hay noticia de
más de treinta obras escritas en prosa dedicadas a la literatura, la
estética, la teología, la historia, la biografía, la ética, la lógica y,
por ejemplo, la política en Sobre el buen rey según Homero.
Después de recorrer todos estos espacios en ruinas, al aire libre,
subimos por una escalera de madera hasta lo que sería el tercer piso.
Nada más abrir la puerta y entrar pisamos alrededor de unos mosaicos
geométricos, en blanco y negro, y nos perdemos por unas estancias que
deberían estar alrededor del pórtico. Desde aquí se veía todo el mar
chocando contra los acantilados. Las pinturas aún están sobre las
paredes de las habitaciones, algunas me recuerdan lejanamente a las de
la Villa de los Misterios. Muchos de los mosaicos maravillosos de este
lugar fueron arrancados en época borbónica y se encuentran en el Museo
Arqueológico de Nápoles o en diferentes palacios de la zona. Este
espacio, sobre el cual se alza la ciudad moderna, es muy amplio y
sugerente. Lo detienen dos amplios muros. Se ven perfectamente los
antiguos túneles excavados en el siglo XVIII y posteriormente cegados
para que ningún saqueador accediese. Una puerta protege un gran túnel
por donde aún continúan las investigaciones. Entramos con linternas y
veo que son metros y metros de recorrido, como si estuviéramos en una
mina. Unos se encuentran con otros convirtiendo este recorrido en un
peligroso laberinto.
Paseamos sin dirección por este tercer piso ahora silencioso y vacío
cuando en otro tiempo debió estar repleto de vida. Bajamos al segundo
nivel y allí se abre otra puerta. En la antigüedad era una ventana.
Pasamos a ver la estancia desde la mitad de su altura. Está repleta de
pinturas que brillan resplandecientes. Los colores fueron modificados
por el gas y las altas temperaturas. El amarillo se volvió rojo. Los
Borbones solo conocieron el tercer piso. Aquí aparecieron los rollos de
papiro carbonizados. Fueron encontrados en el año 1752. Era y aún sigue
siendo la de la Villa de los Papiros, la única biblioteca conservada del
mundo antiguo. Una biblioteca privada romana de época republicana. Aquí
aparecieron textos fundamentales de filosofía epicúrea y de Filodemo de
Gádara, su bibliotecario. El descubrimiento de los papiros creó la
papirología, ayudó a la recuperación de algunas obras griegas y latinas,
amplió el conocimiento sobre la doctrina epicúrea y descubrió, a través
de citas, a poetas, filósofos y críticos. Como en las bibliotecas más
famosas de Roma, la de Cicerón y su amigo y editor Atico, había dos
secciones, la griega y la latina. La primera era con gran diferencia la
más abundante.
De nuevo en el exterior de la Villa de los Papiros. Estas ruinas y
esta naturaleza extraña mezcladas. Joyce decía que escribir para él era
como horadar una montaña, desde todos los ángulos, sin saber lo que
encontraría. Así lo hicieron los primeros que excavaron la villa a
través de pozos y galerías subterráneas a las órdenes del ingeniero
militar suizo Karl Weber, bajo el mando del español Roque Joaquín de
Alcubierre. Weber dibujó el plano. La impresión de la villa en todo su
esplendor debía ser una experiencia extraordinaria, pero no es menor
esta de los efectos de la naturaleza y de su simbolismo existencial. Ya
lo escribió premonitoriamente Filodemo en unos versos: “… Pero ya no
paseamos, como antaño solíamos, Sósilo, ni por la costa ni por el
promontorio./ Todavía ayer jugaban Antígenes y Baquio/ y hoy los
acompañamos ya a la sepultura”. ¿Estos versos tan melancólicos son
de un epicúreo o de un estoico? El caso es que en medio de semejante
destrucción solo se pueden tener estos sentimientos de fugacidad, de
indefensión, de fragilidad. “Vivís como si fuerais a vivir siempre,
nunca recordáis vuestra fragilidad”, escribe Séneca.
Al día siguiente, en la Biblioteca Nacional de Nápoles, en las salas
donde se custodian los papiros, los contemplo de nuevo con emoción.
Aquella misma que me produce una joven y hermosa investigadora que,
sentada sobre la mesa de trabajo, tiene abierto el ordenador donde,
conectado a una tablilla, se refleja un papiro que va descifrando
mediante un gran microscopio mientras, en un papel blanco, con lápiz y
goma de borrar, va dibujando o escribiendo según están dispuestas cada
una de las palabras que acierta a descubrir en el antiguo papiro
carbonizado. ¿Qué enigmas sacará a la luz? ¿Qué leerá? Es merecedora de
un ramo de aquellos claveles blancos que crecen en el invernadero que da
paso al antiguo Herculano.
» César Antonio Molina fue ministro de Cultura y es director de La Casa del Lector.
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