Andreu Jaume www.elpais.com 16/04/2011
Hace ya tiempo que la crisis económica se utiliza como excusa para desguazar sin contemplaciones el Estado de bienestar.
El pasado día 7 de marzo, el periódico Ara publicaba una entrevista
con Boi Ruiz, consejero de Sanidad de la Generalitat, en la que el
honorable declaraba lo siguiente: "Si quiere estudiar filología clásica
por placer, se lo tendrá que pagar usted. El Estado tiene que facilitar
las cosas a quien quiera estudiar por razones de mercado". Pasada la
indignación que suscita semejante barbaridad, expresada además con la
desdeñosa arrogancia de quien desprecia cuanto ignora, la declaración
sirve para exponer una reflexión bastante más problemática que la
simpleza en la que se inspira.
En primer lugar, hay que notar que el señor Ruiz acierta a elegir la
filología clásica como epítome de los estudios inútiles, es decir, las
humanidades. Desde la ya lejana segmentación de la carrera de Filosofía y
Letras hasta llegar a la actual evisceración de los estudios
humanísticos practicada al dictado del Plan Bolonia, la filología
clásica había quedado como el último refugio de las litterae humaniores,
a salvo de los intentos del mercado por metabolizar una disciplina por
definición inmune a él. Por otra parte, el desprecio por los estudios
clásicos es ya, desde hace muchos años, una postura institucional que no
escandaliza, por desgracia, a nadie. Tampoco es novedosa -aunque sí sea
insólito, tal vez, el descaro con que se plantea- la idea de que la
Universidad debe ceñirse exclusivamente a las demandas del mercado, una
ecuación que menoscaba la condición intempestiva del conocimiento. Si la
educación se imparte sólo en términos mercadotécnicos acaba,
irremediablemente, por desvirtuarse y desahuciar a la sociedad a la que
se pretender servir: tal es el inquietante uróboros que proponen el
consejero Ruiz et alii.
En ¿Qué es un clásico?, una conferencia de 1944, T. S. Eliot
reflexionaba sobre la relación que una sociedad establece con el
concepto de clásico, que él identificaba todavía con Virgilio. Dejando
ahora de lado la caducidad de esa idea, incluso en el momento en que fue
formulada y a sabiendas de su autor, las conclusiones a las que llega
Eliot al respecto resultan sin embargo inesperadamente iluminadoras para
entender el ambiente que ha hecho posible una declaración como la de
Boi Ruiz en nuestros días. Sostenía Eliot que, en su época, cuando el
hombre parecía más dispuesto que nunca a confundir conocimiento con
información e intentaba solventar la vida en términos tecnológicos,
empezaba a surgir una nueva forma de provincianismo que no tenía que ver
con el espacio sino con el tiempo y para el que la historia es
simplemente la crónica de los artefactos humanos; un provincianismo para
el que el mundo es sólo propiedad de los vivos y donde los muertos han
sido desposeídos de su patrimonio -si lo mereciera, parecería una
definición de la actitud del provinciano consejero. Terminaba Eliot
diciendo que el resultado de todo ello es que los habitantes del globo
acabaríamos siendo, todos juntos, provincianos. Y que aquellos que se
resistieran no tendrían más remedio que convertirse en ermitaños.
Por otro lado, la aparente extrañeza que produce escuchar una
afirmación de esa naturaleza en boca del titular de Sanidad y no en la
del responsable del ramo induce a pensar que la frase es mucho más que
una ocurrencia. Hace ya bastante tiempo que la crisis económica se
utiliza como excusa para desguazar sin contemplaciones el Estado de
bienestar. Lo que realmente se trasluce en las palabras de Boi Ruiz es
el clima de opinión que se respira en el seno de la Administración
pública. No es casual que la bravata del señor Ruiz haya venido
acompañada del silencio cómplice y vergonzoso de sus colegas y en
especial de Ferran Mascarell, consejero de Cultura, ex miembro del PSC y
ahora incorporado como independiente a ese "Gobierno de los mejores"
que prometió Artur Mas, responsable último y verdadero artífice de la
afrenta.
Es realmente desolador ver cómo los políticos nacionalistas se llenan
la boca de patriotismo para luego desmantelar la res publica y venderla
por cuatro cuartos. Haría bien Artur Mas en leerse, por ejemplo, el
Discurso fúnebre de Pericles y comprobar hasta qué punto la política que
auspicia no va sólo en contra de la paideia sino de los fundamentos de
la democracia.
(*) Andreu Jaume es editor de Random House Mondadori.
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