domingo, 29 de marzo de 2009

Un texto hermoso


Un texto que he encontrado navegando por aquí y allá en que el Maestro recuerda sus vínculos, intelectuales pero también afectivos, con Edgar de Bruyne, quien tanto le ha influido con su historia de la estética medieval. Además, reivindica la conveniencia del ejercicio del saber:

Por UMBERTO ECO:

Voy a contarles una historia muy personal. Muchos se preguntarán por qué debería concernirles, pero creo que esta pequeña anécdota tiene una moral o, mejor dicho, tres por lo menos. Cuando todavía no tenía 20 años, comencé a trabajar en mi memoria de licenciatura, que trataba sobre la estética de Tomás de Aquino.

Por aquel entonces, era una cuestión harto controvertida si en la Edad Media circulaban ideas precisas e interesantes sobre el arte y la belleza. Benedetto Croce, en su historia de la estética (Estética, de 1902), liquidó una decena de siglos en cuatro páginas y media, muy escépticas, entre otras cosas.

Rebuscando aquí y allá, descubrí que en 1946 se habían publicado, en una editorial casi desconocida de Brujas, los Etudes d'ésthétique médiévale, de un tal Edgar de Bruyne. Aquellos tres volúmenes de unas 1.500 páginas debían de haber tenido una tirada limitada, pero al final conseguí dar con ellos en dos bibliotecas. Me pasé meses redactando centenares de fichas porque entonces no existían las fotocopias, y ese trabajo resultó fundamental para mi trabajo (y para el de muchos otros).

Es que Edgar de Bruyne, con una santa paciencia, había ido a buscar, a transcribir en gran parte y a comentar textos recuperados escaneando (se diría hoy, pero entonces no existía el ordenador) decenas de miles de páginas. Había reconstruido todo lo que desde Boecio a Duns Escoto se había dicho sobre estos problemas, demostrando que en la Edad Media había una notable atención hacia los problemas estéticos, aunque se discutían en un contexto teológico o en manuales de gramática, retórica o música.

El encuentro con Bruyne resultó, pues, fundamental para mí, y en el curso de mi vida he recurrido sin cesar a esos tres volúmenes suyos, entre otras cosas porque la editorial Gredos los tradujo al español en 1959 (en francés, los ha vuelto a publicar el editor Albin Michel hace sólo cinco años, y ahora están otra vez a disposición de todos). Cada vez que he utilizado conscientemente el trabajo de Bruyne lo he citado, pero quién sabe cuántas veces he dado como sabidas cosas que, en cambio, había aprendido de él. Tras publicar mi tesis, se la envié y él me escribió en 1956 una carta amable y generosa. Cuando, algunos años más tarde, le mandé otro trabajo, recibí una carta de la viuda que me informaba de su fallecimiento. Así pues, nunca pude ver a Bruyne y darle las gracias por todo lo que me había dado.

En Bruselas, hubo un congreso en diciembre dedicado a él (escribió otras obras de filosofía, una historia de la estética en neerlandés, muchísimos ensayos y fue incluso senador) y, quizás a causa de todas las citas que siempre le he dedicado, me han llamado a hablar de él como historiador de estética. Y he aquí la primera moral. Este hombre me reveló muchas cosas cuando tenía 20 años; han pasado 50 y ahora soy mayor que él cuando faltó, y un vínculo se vuelve a atar. El alumno, al no poder enseñar al maestro, va a enseñar a los demás lo que él le enseñó. Pago una deuda y me siento extraordinariamente en paz con mi pasado.

Ahora bien, ponerse a escribir un discurso de unas 15 cuartillas sobre Edgar de Bruyne significaba releerse aquellas 1.500 páginas y las demás 1.200 de su historia de la estética, más todo lo demás que publicó sobre estos problemas, por no hablar de la reconstrucción de su pensamiento filosófico independientemente de su actividad de historiador. Con todo, me bastó con abrir una caja vieja, donde providencialmente conservaba todo el material preparatorio de mi tesis, y centenares y centenares de fichas, hojas sueltas y páginas de cuadernos (un décimo de los cuales se usó posteriormente para la tesis) me permitieron resolver mi problema en pocos días.

Se dirá que he vuelto a adentrarme en Edgar de Bruyne con los ojos de cuando yo tenía 20 años, pero he controlado algunos de sus textos, y me doy cuenta de que no he cambiado mucho mis ideas al respecto, excepto que tengo la impresión de que entonces era más perspicaz que ahora. Tenía más neuronas.

Y aquí llegamos a la segunda moral de mi historia. Escribí en mi libro Cómo se hace una tesis que una tesis bien hecha es como un cerdo, no se tira nada, e incluso décadas más tarde se podrá volver a usar en distintas ocasiones. Estoy contento de haber tenido razón

Pero la moral final es otra. Sucede a menudo que tenemos que explicarle a un joven por qué es conveniente estudiar. Es inútil decirle que es por amor a la sabiduría, si no siente amor por el saber. Ni decirle que uno que sabe se enfrenta mejor a las peripecias de la vida que uno que no sabe, porque siempre podría indicar a alguien, muy sabio, que, desde su punto de vista, lleva una vida miserable.

Y entonces la única respuesta es que el ejercicio del saber crea parentescos, continuidades, afectos, nos hace conocer a algunos padres, además de los nuestros carnales, nos hace vivir más, porque no recordamos sólo nuestra vida sino también la de los demás, establece un hilo continuo que va desde nuestra adolescencia (a veces la infancia) hasta hoy. Y todo eso es muy hermoso.

Traducción de Helena L. Miralles.

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