jueves, 25 de septiembre de 2008

Primer día



Sábado 23/08/2008

Fue entonces cuando nosotros empezamos el viaje. A finales de agosto Barcelona está vacía si te levantas a las tantas de la madrugada. Excepto si tienes que ir en tren al aeropuerto. Desde luego, le estoy cogiendo manía a esto de viajar en avión. Para comenzar has de darte el madrugón del año, desplazarte después a varios kilómetros de donde vives por medios diseñados por algún misántropo convencido de que quien quiera disfrutar del mundo debe sufrir primero varios pisotones, estrecheces y ausencia casi total de asientos en un tren lleno a rebosar, y encima tener que esperar casi 2 horas antes de poder comenzar el viaje de forma efectiva. O sea, subiendo al avión. Previa humillación en el puesto de seguridad, claro, con esa manía tan típica de cualquier uniformado por dar explicaciones sucintas en monosílabos para obligarte a ejecutar acciones de cierta complejidad. Y hacerte descalzar, por supuesto. Un viaje en avión no lo es si primero no te has tenido que quitar las botas en medio de una cola gigantesca de gentes cabreadas, con todas las pertenencias importantes en un cajón a varios metros de distancia al alcance de cualquiera que quiera cogerlas y con la cara de mal humor-estreñido habitual del que te contempla los calcetines con honda expresión de desprecio. Ya ni tan siquiera me preocupo de los efluvios de unas botas raídas por el uso, es más casi hasta lo deseo: “¿Quieres que me quite las botas? Vale. Sufre las consecuencias”. Los últimos viajes me están convenciendo de las ventajas de viajar hasta en patinete, si se tercia, antes que meterme en un tubo de metal con alas dada la amabilidad usual en el trato y que encima nos descarga cual ganado borreguero a varios kilómetros del lugar civilizado de destino más cercano, sin equipaje (al cual he de esperar un tiempo indeterminado antes de poderlo recoger, a veces incluso con desperfectos) y con una fatiga indefinible. Manía esta occidental de llegar a todas partes demasiado rápido. Sin olvidar el nada desdeñable hecho que a Eli no le gusta volar. La noche anterior ni duerme ni deja dormir y cuando llega a destino se pasa 2 días “evacuando los nervios padecidos”. Comienzo a odiar el avión.

En fin, cuando pudimos abandonar el aeropuerto era casi mediodía, cansados, fastidiados y medio muertos de hambre. Bueno, en realidad sólo yo medio muerto de hambre. Eli tiene un dios particular que le evita padecimientos mundanos relacionados con el hambre, pero en su infinita misericordia permitió que saqueara una máquina expendedora para zamparnos “a medias” unas patatitas fritas. Bendito manjar cuando hay hambre.

Por suerte llegar a Palermo no es caro ni difícil, ya que hay un tren casi directo a la estación central. Lo de “casi” es porque aprovecha el camino para parar en todos los pueblos entre el aeropuerto y Palermo. Así a ojo contamos unos 10 pero como no estábamos muy atentos puede que nos saltáramos alguno. El concepto de prisa en esta tierra no lo tienen demasiado claro. Así , escasos 30 km se traducen en 50 minutos de tren que te permiten casi contemplar a placer la vida cotidiana de cada uno de los pueblos.

En cuanto llegamos a la estación nos sentimos un poco raros. Habitualmente invertimos siempre un tiempo indeterminado entre 5 minutos y 6 horas en la búsqueda de un lugar donde dormir, dependiendo de la estación, la ciudad y la época del año. Pero esta vez tenemos “ya” hotel reservado a 1 escaso km de la estación. El paseo hasta allí fue conmovedor: Decrepitud, suciedad, y notable decadencia así en general. O sea, precioso. Sólo le encontramos una pequeña pega en cuanto parece que a algún funcionario del ayuntamiento le parecería en su momento que eso de poner el nombre de las calles era algo absolutamente innecesario, no fuera a ser que los turistas llegasen a destino sin necesidad de preguntar a nadie. Tras cagarnos en sus muertos durante varias travesías, decidimos preguntar al primer nativo que encontramos. La mala suerte tan típica de estos casos exigía que o no nos entendiera o que no supiera hablar, y no sé por qué escogió la segunda: Un viejecito encantador al que le pregunté en mi exquisito italiano por la calle a la que íbamos sin percatarme del insignificante hecho de que el pobre estaba laringectomizado. Sólo la amabilidad obligada hacia el extranjero que demuestra ser tonto evitó que nos empalasen en la calle mismo, y como quedaba claro que era un auténtico idiota los amigos del hombre optaron por indicarme toda amabilidad la calle con indicaciones claras y precisas. Total, no era muy difícil:

- Es esa calle. Se ve desde aquí a 20 metros.



Con mil y un aspavientos y demostraciones físicas de gran exuberancia. Y en 20 metros llegamos al callejón donde estaba el hotel Ai Galileo Siciliano. Callejón estrecho, inquietante, con las clásicas sábanas extendidas de casa a casa, capillitas varias con virgen incorporada y unos cuantos vecinos contemplando a Eli y a mi, cargados con las mochilas y unos recios zapatones colgados del hombro buscando la puerta del hotel. Mi sensación de sentirme idiota estaba empezando a inquietarme seriamente.

Tras un mínimo descanso que nos permitimos, ignorando requerimientos varios para ir a comer, vamos a buscar a Barnabas y compañía. Estaban en un restaurante cerca de la estación, ya llegados desde Catania. Antes de verles decidimos entrar en un supermercado muy pintoresco para comprar unas patatitas fritas y unos croissantitos con los que traté de convencer a mi estómago para que dejase de rugir un rato. Pese a lo puñetero que es, las patatas le parecieron argumento suficiente y dejó de dar la lata.

Una vez reunidos, y tras hacer ver que ignoraba durante más de un cuarto de hora las admoniciones y reniegos de mi colega acerca de los efectos perniciosos de la comida basura sobre mi organismo y de lo asquerosas que son las patatas fritas que estaba comiendo, charlé un rato con Barnabas sobre su trozo de viaje mientras procedía a dirigir un paseo edificante hacia la ciudad vieja.

Por lo que me pudo contar, nuestro colega, un pejiguero aficionado nada exento de talento, había logrado un notorio virtuosismo en las quejas y puñetas que le habían hecho ganar el sobrenombre de “Torracoglioni”. Para entendernos, el tocacojones. Habida cuenta de la perorata inmisericorde contra las patatas fritas que me había endilgado tuve que convenir en que el mote estaba muy bien escogido y respondía a una inquietante realidad, pues estaba más pelma de lo habitual aún sin tener motivos de queja propios. De hecho creo que Barnabas apreciaba nuestra llegada, ya que eso minimizaba los efectos de la torracoglionada sobre él al repartirse sobre más gente.

Bueno. Le ignoramos como pudimos. Tras tanto estrés laboral tanto mío como de Eli la verdad es que necesitábamos dar un paseo tranquilo. Palermo nos recordaba mucho a Nápoles, con esos rincones degradados por el paso del tiempo y los nulos esfuerzos por hacer un mínimo mantenimiento, pero pudimos disfrutar un día soleado, delicioso, que comenzó con la iglesia de San Cataldo y concluyó en un paseo marítimo realmente bello. Resultaba maravilloso pasear sin prisa por esas calles estrechas, sucias, con un bullicio de vida que recordaba a zocos musulmanes. Sentí el sol lamerme la piel al crepúsculo a escasos metros del mar, deleitándome con el aire fresco y un delicioso helado de un sabor indefinible. Esto significa de verdad viajar, dejando el tiempo fluir mientras mi mente se relaja lentamente.


Y para concluir, nos fuimos a cenar a la pizzeria Angel, al lado del hotel. Por 4 euros por barba nos zampamos 2 pizzas familiares enormes que casi no pudimos acabar. Amistad, una ciudad caótica y bonita, buena comida y conversación rodeado de gente a la que aprecio. Un bello día en verdad.



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