martes, 30 de septiembre de 2008

Sagas sicilianas. Día tercero.


25/08/2008. Lunes

Nos despertamos pronto, como pasa a veces, pero como casi siempre dejamos Eli y yo pasar los minutos en ese dulce reposar y remolonear que significa estar acostado más tiempo del que toca. Para eso están las vacaciones. Aproveché para leer algo más de mi Tucídides y, por supuesto, para apagar el móvil. Calladito hasta el final del viaje. El día se preveía largo y duro, pues teníamos que ir a buscar el coche, ya alquilado desde hace más de un mes, y viajar a Agrigento. Retrasar deliciosamente el momento de comenzar a conducir se nos antojó muy agradable y tardamos en bajar a desayunar.

El desayuno fue igual de contundente y bueno que el día anterior. Me pongo morado a higos mientras miro de reojo a Torracoglioni, esperando el momento oportuno en que esté despistado para zamparme libre de sermones un trozo enorme de pastel de chocolate que haría morir de envidia a los glotones mayores del reino. Después nos quedamos charlando con el dueño del hotel. Él disfrutó del partido (entero) y creo nos cogió cariño, pues se pasó sin necesidad casi una hora hablando con Eli, Barnabas y yo sobre sus próximas vacaciones en España y, evidentemente, llenándonos de consejos para sobrevivir a una conducción por Palermo y la mejor forma de llegar hasta la carretera de Agrigento. Quedamos encantados con ese señor, a quien deseamos toda la suerte del mundo por Madrid en cuanto vaya. Torracoglioni y Barnabas se quedaron en el supermercado al lado del hotel para aprovisionarnos un poco de cuatro cosas para comer en Agrigento (y picar durante el trayecto, claro), y el resto fuimos a buscar el coche, al otro extremo de Palermo.

Decidí tomar un trayecto largo para poder pasar un lunes por la mañana por el mercado de Palermo, la Vucciria. Reconozco que ni Eli ni yo somos los más adecuados para recomendar su visita, pues estamos “enamorados” de los mercados. En los de Sicilia nos han tratado siempre con gran amabilidad, y hemos comprado de todo por precios realmente bajos, así que mi objetividad temo sea cuestionable. Pero debo recomendar su visita. Tiendas a rebosar de productos que recuerdan a un zoco árabe: Higos chumbos, frutas de todas clases, pescado de aspecto delicioso, especias de mil colores y aromas… todo aderezado por gritos de los dependientes alabando sus productos y llamando a la clientela. Eso sí, hay que tener mil ojos porque a cualquier motorista se le puede antojar conducir por entre las paradas y no parece que miren demasiado si lo que pisan es asfalto o el pie de algún turista distraído. En fin, en una palabra: Genial. No pude resistirlo y acabé comprando peppe rosso del picante, para rememorar mis vacaciones más adelante con unos deliciosos spaghetti al aglio, olio e peperoncino.

Pero siendo más prosaico, fuimos a buscar el coche y, tras evidenciar que el modelo que nos dieron era muy avanzado tecnológicamente para nosotros (no sabíamos ni poner la llave, y ni mucho menos ponerlo en marcha), procedimos a una excitante excursión por Palermo. Conducen como locos. Lo de la dirección de las calles ya dedujimos rápidamente que no había señales indicadoras, pero tardamos en darnos cuenta que aunque hubiesen tampoco significaban nada. Cada uno conduce cómo y de la forma que les sale en gana en cada momento, y tratar de respetar los semáforos era sólo una forma de dar a entender que éramos extranjeros respetuosos de la ley en Palermo. Je, en Palermo respetar las leyes internacionales de tráfico... Eli se llevó más de un susto y más de un berrinche y yo traté varias veces de explicarle que se guardase de tocar el claxon, que allí sólo servía para que algún descerebrado te mirase con cara asesina. Y procuré no rememorar demasiado la asociación de cara asesina con Palermo y su historia reciente.

Tras varias vicisitudes y tras casi media hora de conducción temeraria por las calles de los arrabales en torno a la estación logramos por fin llegar al hotel. Recomiendo encarecidamente a Fernando Alonso hacer prácticas aquí. Esto sí que es peligroso y no las chorradillas del circo de la F1.

Barnabas y Torracoglioni, en cuanto vieron el coche, silbaron de admiración. Un Wolkswagen enorme muy superior a lo que esperaban. Y pronto iniciamos la búsqueda de la carretera hacia Agrigento. Desde Palermo hasta allí hay unos escasos 120 Km, para los que hay que invertir casi 2 horas de conducción, en unas condiciones muy similares a las que habíamos vivido por la ciudad. El estilo de conducir de los sicilianos se parece más a un tratado de suicidio sobre ruedas que a una simple forma de desplazamiento: Uso del “carril de en medio”, adelantamientos en curvas, camiones cargados a más de 120 km/hora que nos adelantaban con cara de desprecio, incorporaciones desde carreteras laterales sin mirar siquiera si cedíamos el paso o no… Bueno, que Eli, que conducía, llegó a Agrigento hecha un manojo de nervios. Y allí nos dimos cuenta que el encargado municipal de la señalización era pariente cercano del de Palermo, o al menos se educaron en las mismas teorías. Anda que no dimos vueltas antes de lograr entrar en la ciudad, y no menos antes de llegar al hotel.

Lamentablemente una pertinaz sequía asola las zonas del Mezzogiorno, y Agrigento está demasiado afectada con restricciones de agua. Supongo que la sobreexplotación del turismo y la sobreabundancia de hoteles tienen algo que ver, pero no parece que haya muchos agrigentinos dispuestos a discutirlo. Me preocupé porque el hotel no parecía de la categoría “exigida” en los tratos previos al viaje y las restricciones de agua podrían influenciar en la percepción negativa en torno al baño: Haber baño en la habitación, lo había, pero con tan poca agua que limitaba su uso. Así que era como si en realidad no lo hubiese. Me consolaba que las vistas eran excelentes, así que comimos el pan y el embutido que habíamos comprado, eludimos comentar la calidad del sitio y nos dimos una buena siesta antes de ir a visitar las ruinas.

De estas no puedo decir nada destacado. La verdad es que los templos son magníficos, en un estado de conservación increíble para tener más de 2 milenios. En mi Tucídides ya se mencionan, pero la verdad es que se han convertido en una atracción para guiris. Se ha de caminar mucho para poder ver todos los templos y el calor y la gente, que abarrota el lugar, convierten la visita en algo bastante molesto. Parece casi un parque temático para turismo de foto y pandereta. Cuando acabamos de visitar los templos pasamos a la otra parte de las ruinas, menos espectacular pero a mis ojos más atractiva, pues restos de columnas dispuestas al capricho de los elementos que derribaron a sus compañeras de estructura hacen del conjunto algo menos seductor para el guiri común. Allí conjuntos enteros de turistas dan una vuelta tímida y corren raudos a regresar, presurosos, al autocar que les devuelva al redil y a nuevos lugares en que hacerse la foto y sobre los que nada reflexionar. Yo disfruté allí de largos y buenos momentos de recogimiento, sentado contemplando la puesta de sol rodeado de piedras milenarias mientras degustaba un montón de almendras recogidas entre las ruinas mismas. Almendras que el guiri común desprecia, al igual que los preciosos restos de edificios que nos rodeaban. Hicimos fotos excelentes y me senté un rato a dibujar. Que no hay nada como viajar sin prisas y sin ataduras para disfrutar plenamente de cuanto se visita.



Por la noche fuimos a la trattoria Atenea, que sale en la guía Trotamundos. En realidad no fuimos a un restaurante al uso, pues nos sentamos en unas mesas dispuestas a tal fin en medio de una placita muy siciliana, con una noche fresca y agradable que nos hizo la cena muy amena. Se estaba realmente bien allí, un rato absolutamente delicioso. Además pude por fin tomar unos spaghetti a la sarde que estaban buenísimos. Concluimos la jornada en busca de un gelatto, pero este pueblo no pudo satisfacernos en esto. Tiempo tendríamos de degustar helados más adelante.

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