martes, 21 de octubre de 2008

Sagas sicilianas. Epílogo

En fin, esa fue la epopeya que vivimos. Un lugar precioso, con pueblos de encanto y tierras de miseria que dan un contraste tan increíble como la tierra y el mar que tienen casi invariablemente en su paisaje. Vivimos días excelsos y otros de absurda contienda, y en general fue un viaje atractivo. Parafraseando a Hölderling, en todo acontecimiento debe darse su contraste para entender bien qué se tiene en verdad. De nada sirve alabar la memoria sin reconocer la utilidad del olvido. Y de ese contraste algunas cosas buenas puedo sacar. He de reconocer que de no haber planeado el viaje con Torracoglioni escasamente se me habría ocurrido ni plantearme conducir por carreteras sicilianas, tal es el terror que esto me inspira, ni creo que los paseos por Palermo por barrios degradados, de aspecto fiero, hubiesen transcurrido como fueron. Los momentos de complicidad con el Sr. Barnabas fueron también sublimes. Bien cierto es también que el viaje hubiera sido más tranquilo, con el sosiego que busco en cada lugar citado en mis libros y que ansío siempre ver y disfrutar, pero a nuestr modo, in omnibus requiem quasesivi, et nusquam inveni nisi in angulo cum libro.
Quizá sólo sea nostalgia por el viaje que he perdido.
Pero reconozco que nunca, pero nunca más, viajaré con nadie que no tenga claro que el principal aspecto del viaje es disfrutarlo. Mantenerse libre de ataduras, prisas, planificaciones y confecciones de listas. Viajar para mezclarse con la gente, para ver nuevas y curiosas formas de hacer, sentir y vivir, para buscar no la foto sino el recuerdo del paisaje y el sabor de la comida, la sonoridad de una lengua ajena y la alegría al comprobar cómo esta se fija poco a poco en nuestras mentes. Y el inigualable placer del recuerdo en nuestro diario y en mis dibujos. Viajar, en suma, dejando la magia de lo acontecido y la traducción en forma de literatura, porque el viajero literario viaja dos veces, y disfruta muchas más.
Por suerte somos tan amigos como antes, por más que me haya llevado el disgusto del viaje, y el veneno de nuestro conflicto por fortuna no llegó más allá tras nuestro regreso. El tan ansiado regreso... Sirat al Sicilia. Nunca más porque conozco el precio.
Este es el fin de las sagas sicilianas.
Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Sagas Sicilianas. Día octavo

30/08/2008. Sábado.
Después de todo lo acontecido, el último día aparecía turbio ya desde sus inicios. Tanto Eli como yo ya comenzábamos de mal humor, sin librarnos aún de las malandanzas de la batalla del día previo. Barnabas parecía encajarlo mejor. Por no involucrarme en una más que segura discusión, me puse a hacer los bocadillos. El pan estaba blando, como un chicle de mala calidad. Suspiré en voz alta. Si no sería por no haberlo dicho, pero siempre con las dichosas planificaciones, que total tampoco servían para nada, ya que eran modificadas al antojo de los elementos. Así que tocaba masticar pan blando, nunca mejor dicho. Incrusté la mortadela dentro de cada bocata y bajamos enseguida a comprar más cosas a la misma tienda de ayer, conmigo musitando para mis adentros lo facil que hubiera sido comprar entonces el pan y disponer de bocatas bien crujientes y buenos.

Decidieron entonces pagar el alojamiento. Pagar en circunstancias normales resulta un procedimiento sencillo resuelto en unos pocos minutos, pero Sicilia no es un sitio donde las cosas se hagan de forma sencilla: El encargado del lugar sencillamente tenía como procedimiento estándar largarse por ahí dejándonos las llaves, logrando de esta forma optimizar el negocio con la vagancia. Y claro, un sábado por la mañana era evidente que no iba a estar disponible para que un par de guiris preguntasen y fastidiasen a partes iguales por chorradas tales como pagar. Especialmente 24 horas antes de plazo. Así que cuando llevábamos ya unos cuantos minutos tratando de localizar al encargado en los lugares más lógicos (por no extenderme mucho, por los bares más cercanos al hotel), a Eli y a mi se nos estaban comonzando a hinchar algunas partes de nuestras respectivas anatomías. Y aún teníamos que llegar a la reserva natural del Zingaro. Ya he contado previamente mi opinión acerca de los indicadores en las carreteras sicilianas, y Castellamare no iba a ser una excepción, seguro. Así que llegado cierto momento de algo más que hartazgo, simplemente les dejamos seguir buscando al encargado y nosotros nos fuimos al puesto de información turística, sin prisas, paseando por las calles de ese pueblecito y gozando de unos minutos extra de conversación calmada y sin quejas. Una vez llegados al puesto, con la chica que se encargaba de informar tuve que lidiar yo. A estas alturas Eli ya se defendía aceptablemente bien en italiano, pero no sé la porqué la chica nos comenzó a hablar a tal velocidad que hasta yo hube de recomponer el mensaje a base de suposiciones. Uf. Menudo apuro. Con el añadido además que me daba una verguenza oprobiosa pedirle por favor que hablase piú piano, prego.



Tras el recochineo que me dedicaron luego Eli y Barnabas por esto, y tras alardear de italiano a nivel de comprensión (algo tenía que decir, pese a que evidentemente no me creían... de hecho ni yo me lo habría creído), volvimos al hotel. Casi me da un ataque de risa al ver que aún no habían logrado que viniese el encargado, pero por prudencia retuve cualquier comentario irónico que se me ocurriese, no fuera a ser mal acogido. Y se me ocurrieron muchos, no crean, algunos muy zahirientes, pero quedaron sólo para mí (y algunos para Eli en voz baja, que también tenía derecho a reirse un rato). Tras interminables minutos al final el chico apareció, con el lógico recochineo por mi parte, nos cobró y procedimos a partir hacia el Zingaro.

La Reserva Natural del Zingaro era para mí todo un descubrimiento. No tenía ni idea de su existencia hasta la "planificación" del viaje, y fue Barnabas quien lo había visto en internet buscando algo de naturaleza para pasear por la zona. En realidad no había mirado mucho. Sólo había imprimido unas páginas de unas chicas españolas que lo habían visitado años ha, y que como yo pusieron su epopeya por escrito. Ellas habían sido unas imprudentes o unas merlucitas, ya que ese paseo de algunos kilómetros lo hicieron el pleno mes de agosto y SIN AGUA. Y destacaron vehementemente en su relato que eso era una estupidez, que el sitio era precioso pero que el calor era terrible. Aprendimos de su experiencia y llevamos toda el agua que pudimos. La idea era pasear por allí, visitar una cueva que Barnabas ya tenía en mente, y quedarnos luego en alguna playita de la zona.

Eso sí, el plan inicial era recorrerlo juntos, pero en cuanto llegamos a la entrada (no costó mucho para los estándares habituales de Sicilia, pero desde luego la falta de indicadores es un mal más endémico que la mafia allí...) dividimos el grupo en dos: Eli y yo por delante, y Torracoglioni y novia, estos más rezagados. Con Barnabas enmedio oscilando entre unos y otros. Al entrar en el recinto nos daban un mapa, y a lo largo del recorrido que escogimos había varios museos de visita gratuita. Bastante monos, la verdad. En estos hacíamos habitualmente un alto para reconstruir la unidad grupal mal entendida, y continuar después con la ruptura.

Y así seguimos varios kilómetros. Situación absurda y tensa. Ridícula. Alguien tenía que dar un paso y mira tú por donde, fue Torracoglioni quien lo dió. Cuando hace lo correcto también se ha de decir... Se plantó delante de todos a pedir disculpas por lo sucedido, disculpas que esgrimió de forma tan chapucera que casi más soliviantaban que calmaban, pero disculpas al fin y al cabo. Y funcionó. A mí al menos me calmaron. Barnabas no las necesitaba, que es tan buenazo que le bastaba con que no le diesen más la lata y que no le tocasen más la pera, pero su enfado era mínimo. Eso sí, Eli se relajó algo pero no del todo. Pero era una tregua. Y valía la pena aceptarla.



El resto de la excursión por suerte fue más relajado a partir de aquí. Llegamos a la cueva para ver que tampoco era nada del otro mundo, ya casi a mediodía solar medio muertos de cansancio y calor. Por suerte no de sed, que ya he dicho que aprendimos de las meteduras de pata ajenas, pero tras unas fotos de rigor nos fuimos a la playa. Era preciosa. Apenas arena, con piedras limadas por el mar de un blanco deslumbrante, y con aguas tan cristalinas que daba placer sólo mirarlas. Y con el calor que hacía, mucho más placentero resultó bañarse. Era la gloria bendita, casi una hora de paz del alma tras la "paz del Zingaro" y el armnisticio en la playa, relajados de cuerpo también, flotando mecidos por las olas en un lugar de belleza salvaje y embriagadora. Hasta Eli, que nunca disfruta en el mar, se encontró a gusto.


Antes de regresar decidimos comer allí. El calor era agobiante fuera del agua, pero lo solventamos creando una tienda con las toallas, un par de pedruscos y la pared rocosa que envolvía la cala donde estábamos. Eso sí, hubo uno, yo para más señas, que el bocadillo no lo disfrutó como merecía. Chicloso era poco. Patético sería más acertado. Pero quitaba el hambre. Unos higos tomados de aquí y de allá completaron el paupérrimo tentempié, que no pasará a la historia de mi alimentación.



Dejamos reposar cuerpos y mente un par de horas largas, y Eli y yo nos volvimos a bañar. Queríamos dejar bajar un poco el sol para el regreso, porque el calor era excesivo y el agua, lógicamente, había disminuído, pero aún así el retorno se hizo largo. Sobretodo para Eli, que estaba desfondada. Sólo para animarnos, pero sin ápice de broma, Barnabas y yo íbamos cantando o recitando, tanto nos daba, el gusto que supondría zamparnos un buen calipo de lima nada mas llegar al aparcamiento donde estaba el coche (y donde había un puesto de helados, claro, si no menuda tontería...). Torracoglioni decidió ilustranos sobre las virtudes de la tónica para mitigar la sed en vez de las porquerías esas del calipo, pero tras lograr un paz tan precaria en los ánimos la unanimidad fue total en ignorarle. Incluso su novia compró un calipo al llegar al puesto, eso sí, de coca-cola, porque de lima no había. Daba igual. Nos supo como si un pedazo de cielo se derritiera en nuestras bocas. Y él se tomó su tónica. Faltaría más.


Por la noche salimos a cenar. Todos juntos en buena armonía. Bueno, más o menos. Dejamos que Torracoglioni escogiera el restaurante, aunque lo que hizo fue mirar la guía y decirme una calle, a la que le tenía que llevar. El nombre del restaurante no estaba claro, pero la dirección a donde les llevé era esa. Estuvimos bastante rato allí, delante de la puerta, sin decidirnos a entrar. Según la guía, era un lugar donde se hace comida casera de la buena, y que el dueño era un tipo agradable con una barriga prominente. Estábamos, pues, delante de la puerta discutiendo sobre si el lugar era ese o no, cuando el dueño salió a tomar el fresco. En el acto supimos que ese era en lugar correcto. Ya os imaginais porqué....

Y madre mía qué bien comimos. La pasta frutti di mare de ese hombre estaba deliciosa. Además, para seguir con nuestras costumbres, creo que nos tomó cariño el dueño del lugar. Creo. Aunque esta vez a costa de Torracoglioni. Resulta que todos habíamos decidido rápido qué comer, menos él, claro. Abstraído en sus pejiguereces. Y el señor, pues delante de él esperando que se decidiese. Tanto le costaba que al final, de puro cachondeo, le increpábamos en alta voz y con evidente recochineo, tan evidente la burla que hasta el pobre señor la captaba en esencia. De hecho, le pidió un entrante, y se quedó con una sonrisa más que provocativa esperando a que pidiese un plato más grande. Lógicamente. Pero con la colaboracion de las risas del resto y notable complicidad por su parte. Esta situación se repitió varias veces en una cena en la que sólo pedimos un plato, así que hacia el final el recochineo del hombre era clarísimo. Y para darle más gusto le comenté que era nuestro colega algo más que un mascalzone. Lo que se llegó a reir con nosotros. Un rato más y nos invita a algo, seguro.

Al salir del restaurante, nos dirigimos a tomar un helado. Es la despedida tradicional de Eli y mía de este bello país cada vez que lo visitamos, y no queríamos faltar a la tradicion. Barnabas nos acompañó. Espero sinceramente que disfrutase de todo en conjunto aunque resultase menos agradable de lo que pretendía. Pero ese helado, que resultó excelso, no lo olvidaremos jamás.




miércoles, 8 de octubre de 2008

Sagas sicilianas. Día séptimo

29/08/2008. Viernes

Debíamos partir de Selinunte. Eli y yo estábamos encantados con el lugar y la amabilidad de Salvatore, así que un sentimiento de auténtica pesadumbre nos inundaba, pero lo resolvimos con el buen humor habitual que nos acompaña en los viajes con Barnabas: Le dedicamos contínuas bromas y chanzas, que él acepta sin dificultades, cuando hace y rehace una y mil veces su mochila cada vez que nos trasladamos de hotel. Es muy lento y necesita comprobar repetidamente que pone cada prenda y objeto en su sitio adecuado de la mochila, proceso que resulta cómico en la mayor parte de ocasiones. Cuando se decida a publicar su relato de nuestro último viaje al Pirineo ya indicará él mismo cómo hasta niños pequeños completaban este proceso mucho antes que él, mientras Eli y yo habitualmente esperábamos fuera del refugio minutos y más minutos esperando, en balde, que acabase y pudiéramos continuar el camino. Bastante desquiciante para Eli, todo se ha de decir...

En fin, que mientras dejamos al pobre Barnabas con su equipaje, fuimos con nuestras risas a despedirnos de Salvatore y la familia Coppola. Después de mil consejos y saludos nos separamos y regresamos con pena al coche. Claro que antes de salir del pueblo pasamos por la tienda de un amigo de Salvatore, tan o más peculiar que él, que se dedica a elaborar cerámica. Parada que asumí con resignación, pues casi todos pretendían llevarse un recuerdo en forma de algo que “se pudiese colgar de la pared”. Yo les recomendé una ristra de ajos, o de chorizos en su defecto, pero mi consejo no me parece que fuera bien recibido. Así que soporté la tortura de ir de compras y, ya cargados con sus platos de cerámica y un par de tinajas, continuamos el camino hacia Segesta.

El plan inicial era ir a Castellamare del Golfo, donde Torracoglioni había reservado una especie de apartamento con cocina para ellos y otro para Barnabas, Eli y yo, y marchar luego hacia la reserva natural del Zingaro. La reserva previa de alojamiento no había funcionado y no estaba seguro el sitio. Mira que ya les dije que en esta tierra una reserva no significa nada… Eso sí, no pude reprimir un leve sentimiento de mezquino regodeo al ver que mis avisos torno a la imprevisibilidad de Sicilia se habían cumplido.

Así que fuimos a Segesta. Antaño una ciudad griega de importancia, empecinada en guerras constantes con Selinunte despreciando el peligro común que los cartagineses suponían, a veces incluso aliados con estos para satisfacer tal empecinamiento en guerras fraticidas. Su final fue oscuro, como merece quien se empeña en vivir de espaldas a la paz, pero su enclave en un paisaje aún casi virgen e idílico suponía una visita a un recinto espectacular. Cuando llegamos vimos casi con entera facilidad el perímetro de las antiguas murallas, y con enorme alegría por mi parte, desechamos por unanimidad el autobús que sube a la turistada hasta las ruinas. Bueno, con alegría por evitar convertirme en guiri, aunque no me reí tanto cuando ví que para llegar a ver el teatro de Segesta hay que dar un paseo de casi 2 Km bajo un sol impresionante... Y cuesta arriba. Pero valía la pena. Para hacerse una buena composición del lugar es casi imprescindible subir a pie, y ver en la cima las diferentes construcciones griegas, romanas, árabes y medievales que han dejado sus restos allí. Si alguien quiere, además, a lo largo del trayecto se pueden conseguir unos cuantos higos maduros directamente del árbol que animan a completar la ascensión. Una vez arriba, lo más destacable es el teatro. No sólo porque está muy bien conservado sino porque está situado en lo alto de la colina, abierto hacia el valle, y tiene unas vistas espectaculares. Poder ver una obra clásica en un lugar como ese ha de ser algo especial pero no tuvimos la posibilidad. Una pena.


Completamos la visita descendiendo al valle para ver el templo. Está en un enclave muy bien visto por el arquitecto que lo diseñó, integrado perfectamente en el valle entre las dos colinas. Y es enorme. Sólo el hecho de estar cansados impidió que estuviéramos más tiempo allí, a la sombra de unas columnas impresionantes. Decidimos de común acuerdo quedarnos a comer nuestros bocadillos delante de las tiendas del recinto, pero fue una mala idea: Había todo un enjambre de avispas hambrientas que parecían haberla tomado con Torracoglioni y su novia, no sé si por mostrar estos demasiada alarma ante su presencia y revoloteos, por el avispicidio previo en Selinunte, o porque su bocadillo de jamón era más apetitoso que el nuestro. Los demás, con mortadela de la buena, no tuvimos tantos problemas, pero tuvimos que buscar un lugar algo alejado para lograr comer tranquilos. Incluso decidí compartir parte de mi bocadillo con un par de avispitas más calmadas que no me molestaron el resto de mi ágape. Este lugar tenía naturaleza como para quitar el hipo y mis recuerdos de este sitio son excelsos.




El día había sido más duro de lo que parecía, así que nos moríamos por llegar al hotel y ver cuál era el desaguisado en el que nos habían metido con las costumbres locales de ignorar las reservas previamente establecidas. Dejamos que se entendieran ellos dos con el encargado del hotel. Al final lograron arreglar las cosas y retomar el plan inicial: 2 apartamentos minúsculos con cocina como estaba previsto, y TV internacional. Y hubo gran regocijo. Tanto que después de la siesta logré dar con todos una vuelta por el pueblo sin quejas ni problemas, e incluso convencerles para comprar pescado para cocinarlo en el apartamento (había visto una pescadería al lado del hotel con pescado fresco-fresco).

La pena es que no recuerdo qué pescado acabamos comprando. Entendámonos, no recuerdo el nombre italiano, y por Barcelona no lo he visto en venta. Tenía buen aspecto, era barato y el dependiente un tipo simpático, así que salí de la pescadería casi relamiéndome de gusto ante la perspectiva de cocinar esos pececitos y zampárnoslos a la cena con tranquilidad.

Antes de esto, Torracoglioni y su novia insistieron largamente en comprar cosas para la excursión del día siguiente en una tienda justo al lado del hotel. La verdad es que no veía necesidad alguna, ya que era viernes por la tarde y al día siguiente tiempo habría de comprar lo necesario para estar todo el día triscando por ahí, pero fue tal la insistencia y mi falta de ganas de debate que acabamos por ir. Dejamos que ellos se encargasen de la compra, más que nada por aburrimiento. De lo que tenían en esa tienda de comestibles apenas yo compraría nada para dárselo a mis gatos, que temo lo despreciarían por malo, así que adopté, y junto a mí también Barnabas y Eli, una actitud de desidia pura.

Pronto regresamos al hotel. Una vez allí no sé explicar qué pasó, porque Eli, Barnabas y yo íbamos por delante y subimos a nuestro apartamento. Deseaba dejar el pescado en la nevera y cambiarme la camiseta, que se había manchado y entré en mi cuarto para ello. Al salir topé de lleno con los 190 cm de Torracoglioni y, sin darme tiempo a averiguar qué hacía allí empieza a berrearme una serie de quejas en forma de imprecaciones irritantes. La discusión continuó después en un tono menos vehemente pero no por ello menos áspero. Y con igual cizaña. Logré calmarme medianamente. Estaba bastante enfadado y tenía ganas de acabar con esa pantomima para volver a casa y cocinar el pescado. En el camino de vuelta arranqué un par de hojas de laurel de un arbusto.

Lógicamente la cena no fue todo lo buena que debiera ser. Más que nada porque no tenía ya más ganas de aplacar los ánimos de nadie y mi cabreo era ostensible y evidente. La suerte hizo que acudiesen a cenar con una actitud más calmada, y Torracoglioni con algunas muestras de arrepentimiento, pero el daño estaba hecho. Esa noche sólo fue una tregua, e incluso el paseo que dimos luego calmó sólo superficialmente las iras y puñetas contenidas. Y eso que el pueblo era bonito. Situado en un golfo, pegado al mar, con colores suaves que funden el cielo con el agua, podía considerarse un lugar de los que suelo buscar en mis viajes y guardar en mis recuerdos. Pero toda percepción de belleza se acompaña de forma indefectible de una parte puramente afectiva, así que aquel día mi percepción fue sombría. Incluso bajé a la playa, pequeña y oscura, sólo para destensar mis nervios azotados. Eli me había prevenido sobre este viaje, y no la hice caso. Y ahora resuena en mi mente la vieja canción: "Ya no queda casi nadie de los de antes. Y los que hay, han cambiado". En mala hora me iba a enterar.

Sagas sicilianas. Día sexto


28/08/2008. Jueves

Este día amaneció tranquilo. Como en los anteriores desperté antes que el resto, y me tomé un breve tentempié antes que los demás se levantasen.

Más tarde salimos hacia Marsala. Como Salvatore había insistido en que guardásemos el coche en su garaje, Eli y yo fuimos a buscarlo. Eli estaba de un humor pésimo. La entretuve explicándole la antigüedad de la ciudad, la antigua Lilibea, fortaleza cartaginesa durante siglos de guerras entre helenos y púnicos, y que nunca había sido conquistada. Sólo la ineptitud de los gobernantes de turno de Cartago hizo que la entregasen, intacta, a los romanos hacia el final de la primera guerra púnica. De todo aquello apenas nada queda hoy, pero la ciudad es de las más bonitas de Sicilia, y al lado está el parque arqueológico de Mozia, que es lo que pretendía que fuésemos a ver.

No costó mucho llegar a Marsala, pues la carretera hasta allí es excelente, pero una vez llegamos comprobamos nuevamente la inexistencia, ya habitual, de indicaciones precisas para llegar a Mozia. Así que Barnabas, Torracoglioni y yo nos adentramos en las callejuelas de Marsala en busca de cualquier local de atención a guiris a ver si nos ayudaban. Caminamos y caminamos, pero pronto perdimos la esperanza. No había forma de encontrar el local de información turística pese a que los carteles indicaban continuar recto. Qué país, nunca ponen indicaciones, y cuando las ponen no sirven para nada. Así que Torracoglioni, echándole unos huevos como los del caballo de cierto general, decide entrar así, a puro huevo, en una biblioteca pública. Yo me moría de vergüenza sólo de pensarlo, así que cuando entró lo hizo él solito, con su precario italiano. Yo la verdad es que esperaba que saliera tal cual entró, con menos información si cabe y tal vez con un amago de bronca por parte de la bibliotecaria, pero mira, resulta que le indicaron cómo llegar al puesto de información de forma sencilla y, muy ufanoso, nos llevó hasta allí.

Una vez bien informados, fuimos hasta Mozia. Bueno, más bien hasta delante de Mozia. Resumiendo todo el conglomerado de sucesos que nos condujeron finalmente a la isla, es como el timo de la estampita pero sin estampita. Para comenzar se ha de aparcar en el terreno de algún espabilado local, que claro, te cobra 1 euro por ello. Como no es mucho, pues lo pagamos, pero la cara de estar haciendo el primo se comenzaba a perfilar en nuestras facciones…. Luego descubrimos que la travesía en barco a la isla, ida y vuelta, 5 euros más por persona, y que la entrada al recinto son 9 euros. De haber ido solo hubiese mandado al carajo a tanto timador junto y hubiese pasado la mañana en las salinas romanas de la zona, donde parecía tranquilo, estaríamos a remojo y, como cualidad principal, por 0 euros. Pero la verdad es que nadie lo insinuó siquiera y pagamos todos el gusto y las ganas para llegar allá.

Y resultó no ser nada del otro jueves: Un museo con una estatua importante pero con un increíble amontonamiento semiorganizado de objetos antiguos, un complejo de ruinas mal comunicadas entre sí, sin apenas sombra y de relativa mala conservación. La atracción máxima se tenía que ver en una carretera cartaginesa sumergida, espectáculo digno de mención, pero apenas distinguible bajo las aguas de un azul precioso. Pero casi invisibilizando lo que pretendíamos ver. Además Eli estaba de un humor horrible, cabreada con Torracoglioni por banalidades, de tal forma que caminaba visiblemente cabizbaja a unos 10 metros por detrás nuestro. Valía más no decirle nada. Tampoco mi afán por retroceder a épocas de cazador-recolector me sirvió allá, pues las higueras eran pequeñas y casi sin fruto y las uvas de variedad Grillo estaban siendo vendimiadas en ese preciso día. No era cuestión de que los vendimiadores me vieran cogerles un par o tres de racimitos en sus mismas narices. Podría resultar que no les sentase demasiado bien….

Así que nos volvimos. Pero en Marsala comprobamos que el timo no había cesado aún. Una mala conjunción de los astros, supongo, porque al llegar al mismo punto donde aparcamos por la mañana nos topamos con un siciliano de aspecto patibulario que pretendía cobrar 2 euros por mostrarnos dónde dejar el coche “sin riesgo”. Esto en Hispania se conoce como “gorrilla”, y en aquel momento yo lo rebauticé como “cerdo” aprovechando que con dificultad creo que entendería un italiano culto como para entender el castellano. Mi idea era coserle a patadas entre los 5, pero Torracoglioni impuso cierta sensatez y pagó los 2 euros. Yo insistía en que el coche era de alquiler, así que le tenía poco aprecio aunque le pinchasen las 4 ruedas y que el placer de mostrarle cortesía hispana dándole sus merecidas ostias y las del pulpo era muy superior. Posiblemente constituiría un evento turístico de primer orden. Pero al final cedí.

Mencionaré sólo de pasada las innumerables vueltas que dimos hasta encontrar un lugar donde comer. En Italia, y en Sicilia también, comen a una hora más temprana que la habitual de Barcelona, así que cuando encontramos un lugar estaban ya casi cerrando. Comimos bien, aunque lo pagamos. Vaya si lo pagamos. Yo devoré un cus-cus de pesce delicioso que quizá no estaba muy cargado de precio, y es lo que ví que los dueños daban a sus hijos, pequeños aún, para comer. Eso sí, por unanimidad decidimos no tomar postre y zamparnos un helado a la sombra de la catedral de Marsala. El único placer típico de nuestros viajes que nos permitimos ese día, y tuvo la virtud de mejorar el humor de Eli. Y el mío, aunque al ver de nuevo al gorrilla local y que este nos mostrara cómo el coche estaba indemne me entró una rabia contenida que… En fin, si supiese el gorrilla ese lo cerca que estuvo de que le incrustase los 2 euros por el gaznate a base de patadas repetidas en la boca tal vez hasta decidiese buscar un empleo legal y todo. Nos fuimos con la esperanza de no volver.

Nada más a reseñar de ese día. Timados, esquilmados, cansados y muertos de calor, apenas dimos un par de vueltas por el pueblo. Al dejar el coche en el garaje Salvatore paró a preguntarnos qué tal nos había ido el día. Nos compadeció. Creo que le caíamos simpáticos y le sabía realmente mal las malas artes que sus compañeros de Marsala habían aplicado para los turistas. Morfeo esa noche se apiadó también de nosotros y el sueño fue tranquilo. O tal vez soñé que le rompía la boca al gorrilla. Con un martillo pilón. No lo recuerdo con claridad.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Sagas sicilianas. Día quinto




27/08/2008. Miércoles

Desperté pronto este día. No sé el motivo, pero era relativamente temprano y ya no podía estar más acostado. Pronto los demás hicieron lo mismo y nos dirigimos a visitar las ruinas.

Los restos de Selinunte, antaño una ciudad grande y adinerada, son magníficos. Su estado de conservación es menor que el de Agrigento, pero son mucho más extensas y menos conocidas, de tal forma que había espacio sobrado para visitar las ruinas casi piedra a piedra sin entrometerse en las rutas de los demás ni topar con demasiados turistas. Se estaba muy tranquilo, y teníamos espacio suficiente como para no rozar demasiado entre nosotros tampoco. Y algo más a mí me encantó: Muchas higueras con deliciosos higos muy maduros esperando ser comidos, y claro, no pude soportar ver tanta fruta huérfana. Los adopté y di buena cuenta de un kilo o 2 mientras caminaba. Nadie más quiso acompañarme en la degustación de productos locales recién adquiridos a tan módico precio, pero a esto no puse pegas. Más para mí. Y también ansiaba estar un poco solo dado el ambiente enrarecido, totalmente dispuesto a no dejarme aplatanar por estados afectivos poco acordes a la majestuosidad del lugar. Este es excelente. Hermoso. Mucho mejor que el de Agrigento.





Decidimos comer entre las ruinas, aunque acosados por una pobre avispa que interpretaba que nuestra presencia allí se debía a una casualidad maravillosa para aprovisionarse de mortadela o jamón. Y claro, Torracoglioni no parecía estar muy de acuerdo. Por alguna extraña razón mantuvieron un diálogo consistente en intentos de avispicidio por su parte, y tentativas frustradas de lambronear jamón por parte de la otra. Así estuvieron largo rato hasta que la pobre avispa se confundió de bocadillo y trató de robar del mío. Ah, no! Yo por ahí no paso, y le dí un buen coscorrón para que se largase. Temo que me pasé un poco de fuerza, que no le pretendía ningún daño pero le dí lo bastante bien como para derribarla. Torracoglioni apreció la oportunidad y descargó sus 80 kg sobre la pobrecilla, dejándola como un sello de correos. Pobre. En fin, la comida concluyó sin más incidencias salvo un leve dolor de maseteros del pobre Barnabas (su bocadillo resultó algo más seco que los del resto) y quedaron todos medio adormilados a la sombra. Yo aproveché para deambular un rato a solas. Incluso trepé por algunas de las ruinas, y sentado de espaldas al sol disfruté del momento más calmado del día mirando al valle desde la acrópolis de Selinute, con los templos al fondo y el mar enmarcando el paisaje. Quizá era el único visitante en las ruinas en ese instante. Disfruté de esos breves momentos a solas dibujando con calma el paisaje que se extendía ante mi, con mil matices de azul entre el cielo y el mar embellecidos por ruinas hasta donde era capaz de contemplar.




Pasamos el resto del día en la playa, al pie de la acrópolis. Con un ánimo más tranquilo pese a que era plenamente consciente de la precariedad de esa paz. Y así fue. Como el truco del fondo de la cesta ya era plenamente conocido, Torracoglioni no se dejó engañar esta vez. Escasamente logramos pactar un paquete de spaghetti y salsa de pez espada para poder cenar. No logramos evitar quejas en torno a la calidad de una pasta que de todas formas no quiso comer, ni una perorata interminable sobre las excelencias del embutido para cenar y desayunar. Por suerte logré cambiar la conversación hacia anécdotas de baloncesto que aburrieron a nuestras respectivas novias pero que lograron evitar males mayores. Esperaba sólo concluir rápido el viaje antes de nuevas explosiones de ira.

No pude esa noche dejar de rememorar esos magníficos momentos de soledad que pasé entre las ruinas. Hoy, con otra perspectiva, con más experiencia si cabe, se me antoja aquella vana realidad un ente fantasmal, efímero, que recuerda más a los libros de cuentos: Echo la vista atrás y cual criatura de sueño se aparecen tanto el viaje como el entorno en el que estuve inmerso, y los amigos con los que fui. De la misma sustancia de la que están hechos los sueños parecen las sombras que me protegían del sol y los colores que enmarcaban el paisaje, cual criatura que huye de un averno que tal vez sólo yo podía ver. Incluso los colores que se pueden rememorar en ese vergel son brillantes sólo a mis ojos confundidos, cuando en realidad se manifiestan a través del brillo de piedras antiguas, para mí embellecidas por el paso del tiempo, encostradas de hierbas, polvo e insectos, pesadilla insomne en la vigilia de un viaje que se acompaña por un momento de un silencio casi musical. Pero tan estruendoso como el estrépito de mi corazón al galope. ¿Y no podría ser sino un sueño, un sueño que estaba padeciendo en esa preciosa imagen de celestes artificios que se dibujan en el horizonte? Ciertamente, ha pasado ya un tiempo, y no soy ya capaz de responder con claridad. Porque se aparecen con frecuencia desde el pasado escenas paradójicas, terribles, o dichosas tal vez, como si mostrasen a un nuevo ser, ruidoso, inmóvil, pero vivo... El ser del viaje que vivimos y que ahora rememoro con dulce melancolía, aunque no lo volvería a hacer. Y creo entonces más a mi capacidad de explicar esta otra pequeña trama que he vivido, que se aparece y que se esfuma como un sueño ocioso ante su sola evocación. Fue en un leve fluir, donde se va mostrando el mundo, el microcosmos del cambio de la vida, de la que todos formamos parte en algún momento. Como en un dulce sueño que no quiero perder, el sueño de unos breves momentos de paz entre las ruinas de una ciudad helena y que aún retengo mientras acaricio mi colgante. Este pretendía que fuera el propósito de mi viaje.

Sagas sicilianas. Día cuarto



26/08/2008. Martes

Al despertar por la mañana ya sabíamos que el personal del hotel había comido parte de nuestras provisiones. Y ellos sabían que lo sabíamos. La situación era algo rara, plagada de silencios acusadores y silencios compungidos. Torracoglioni estaba indignado ante la afrenta del saqueo de sus embutidos y opta por una estrategia más directa: Pese a que el desayuno estaba incluido en el precio, saca todo el embutido de la nevera y lo deja encima de la mesa, expuesto a las miradas de todos. Su estrategia he de reconocer que es eficaz, pues a la hora de pagar nos descuentan 5 euros en concepto del embutido desaparecido. A veces Torracoglioni demuestra tener buenas ideas!

Mi parte del recuerdo más viva de esos momentos es algo menos aguerrida. El detalle de la guerra de silencios lo he rememorado tras alguna charla posterior con Barnabas. En mi diario de viaje consigné la delicia de la mermelada de limón que nos sirvieron junto a croissants recién hechos. Degusté cada bocado con fruición agradeciendo al cielo las dulzuras locales y la tranquilidad de que gozamos en una terracita silenciosa, con los templos griegos en la lejanía, bien visibles a mis ojos fascinados. Yo estaba más para el deleite del viaje que para paridas de embutiditos allí o allá.

Nos marchamos pronto. Barnabas andaba deseoso de visitar una curiosidad geológica de primer nivel, la Scala del Turchi, una mole de piedra blanca a pie de playa de la que habíamos visto varias fotos por Internet. Y parecía interesante. Y claro, vistas las facilidades locales para la señalización no las tenía todas conmigo de que fuéramos capaces de llegar sin incidencias destacables. Y tal aconteció. Mira que hay sólo una carretera para llegar, pero las andanzas hasta localizarla, y para acertar después el lugar exacto donde dejar el coche harían extender en exceso esta narración. Baste con mencionar que tuvimos que dar varias vueltas, y que como en esta ocasión Eli no conducía (bastante harta quedó ayer), tuvo que sentarse detrás con Torracoglioni. Parece que la natural tendencia de este hacia la queja no tuvo mucho en cuenta el humor más bien gris de Eli, que no había dormido bien y que tenía dolor de estómago. Así que mientras yo me entretenía cogiendo un medio kilito de higos de una higuera “abandonada”, Eli le soltó una serie de exabruptos tan seguidos que ni el más basto de los camioneros soñaría con ser capaz de repetir en su integridad. Bueno, otro momento tenso.

Así que mientras descendíamos a la playa, con la mole de la Scala dei Turchi al fondo, tuve que hacer auténticos malabarismos para evitar un nuevo roce entre estos dos. Tarea nada fácil, por cierto. Suerte que soy un profesional. El paseíllo por la playa tuvo cierto efecto balsámico, con el mar lamiéndonos los pies y pronto Eli estaba más calmada. Antes de subir a la roca tuve ocasión de encontrar una concha perforada. De ella me he hecho un colgante, que ahora llevo puesto. Tal vez el viaje no estaba resultando lo que esperaba, pero al menos obtuve un buen recuerdo. Y casualmente un recuerdo que buscaba.



La roca blanca destacaba sobre el mar. Realmente vale la pena detenerse a visitarla, aunque el calor a esas horas de la mañana empezaba a hacerse terrible. Brincamos y reímos un buen rato sobre ella, pero pronto emprendimos nuevamente camino. Tras un rato y varias fotos la novedad ya no era tal y comenzaban a crecer los nervios en torno al alojamiento de Selinunte. Bueno, más bien en torno a la falta de este en Selinunte. A Eli y a mí esto realmente nos la traía al fresco, pues hay en la zona campings como para aburrir y en alguno nos dejarían montar la tienda, pero una parte de nosotros estaba comenzando a mostrar signos físicos de ansiedad por ello, y preferí no tentar más la suerte y que brotase un nuevo conato de pelea.




Barnabas resultó más hábil. Puso un CD con música de jazz que logró que la bestia se durmiera hasta casi llegar a Selinunte. Pero eso, sí, justo a tiempo para intervenir en el debate en torno a dónde ir. La alegría nunca dura en casa del pobre. Por fortuna la guía del Trotamundos aconsejaba ir a ”il Pescatore”, un hotel familiar que destacaba por tener un dueño, digamos, peculiar llamado Salvatore. Según la guía en cuanto le viésemos entenderíamos porqué era ampliamente conocido en el pueblo, y desde luego no mentían. Es un auténtico torbellino, habla y habla sin parar, y aparte tiene ciertas cosas que son muuuuy peculiares. No quiero decir más. Si alguno va a Selinunte, enseguida sabrá qué es. Personaje pintoresco que en breves segundos logró ganarse las simpatías de Eli y mías.

La fortuna para nosotros fue que nos alquilaba un piso con cocina por 25 euros por persona al día. Además precioso. La mamma de Salvatore estaba un poco inquieta, no sé si por el aspecto que teníamos o porque no se fiaba de nuestra habilidad para cocinar, con bombona de butano de aspecto nada moderno, y como el verdadero apellido de Eli es italiano se dirigió a ella para comprometerla en el cuidado e higiene del piso. Sin saber, claro, que ella no entiende ni papa de italiano a esa velocidad de dicción. En fin, que hice de mediador por segunda vez ese día. Ni en vacaciones puedo hacer vacaciones. La próxima vez me llevo haloperidol spray.

Una vez dejamos el equipaje fuimos al supermercado local para comprar provisiones. La idea era quedarnos 3 días allá, y eso supone al menos 3 desayunos y un número indeterminado de comidas y cenas. Toda la alegría que me llevó hacia allí devino lentamente en una irritabilidad contenida que hasta el buenazo de Barnabas comenzó a compartir. Paseando entre los estantes, compraba según me apetecía, pero Torracoglioni comenzó su perorata apostolizante hacia la comida sana y devolvía a los estantes cuantos pastelillos y zumos yo pretendía llevar. Barnabas contempló con pasmo como sus pastelillos eran también censurados mientras menos atractivas (y no menos insanas por cierto) viandas acababan en la cesta. El límite comenzó a sobrepasarse cuando condenó el atún y el aceite que cogíamos para comprar una marca diferente del mismo pescado, y una botella de 1 litro de aceite.

- Pero a dónde vas con 1 litro- clamé alucinado- si son sólo 3 días…
- Yo es que tomo mucho aceite.
- Pero que son tres días, una cosa es tomar mucho aceite y otra diferente es que te pretendas escabechar!!!

Pero le dio exactamente igual. Y procedió acto seguido a devolver a su estante los yogures de Barnabas, que acababa de coger del estante. En aquel momento si me pinchan no me sale sangre… Bueno, pues se acabó. Siguiendo mis habituales tácticas de cuando era niño procedí a colocar pastelillos, yogures y demás caprichos de Eli, Barnabas y míos en el fondo de la cesta, de forma que no los viese, y le aparqué delante de la charcutera para que se entendiese como pudiera en su precario italiano y comprar fiambre. Eso nos daba suficiente tiempo como para poner en práctica nuestro plan de aprovisionamiento clandestino. Mi madre solía percatarse de estas artimañas una vez en la caja, a la hora de sacar los productos, así que mi hermano y yo desarrollamos con el tiempo técnicas distractorias suficientes como para colar siempre alguna cosa, si éramos prudentes. Rememorando viejos tiempos Eli y yo procedimos a organizar un entretenimiento durante el tiempo necesario preguntándole alguna obviedad sobre los vinos locales, que le mostramos en todo su esplendor, y mientras escondíamos en las bolsas el producto de nuestro saqueo. Una vez en casa ya podía protestar, ya. Que ya estaba pagado. Viva la política de hechos consumados.

Después de comer procedimos a una bendita siesta. Yo en realidad me acomodé en el sofá y luego en la terraza cuando el calor me lo permitió y dí buena cuenta de mi Tucídides. La idea era visitar las ruinas de Selinute una vez desperezados pero no contamos con el horario de visitas, que terminaba a las 19:00. Ante la perspectiva de realizar la visita en media hora o efectuarla al día siguiente decidimos ir a visitar el pueblo. Y quedarnos en la playa luego. Nos fuimos paseando por la orilla del mar. Y así nos quedamos hasta la puesta de sol. Nada hay más que reseñar de este día. Acabó menos tenso y problemático de lo que parecía habida cuenta de la mañana de vaivenes emocionales pero desde luego muy lejos de mis sueños previos al viaje. Podrían haber sido unas vacaciones estupendas.

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