Aquest bloc preten ser un petit recull d'allò que ens agrada de la vida, els petits plaers, les coses que anem aprenent...
martes, 21 de octubre de 2008
Sagas sicilianas. Epílogo
miércoles, 15 de octubre de 2008
Sagas Sicilianas. Día octavo
Antes de regresar decidimos comer allí. El calor era agobiante fuera del agua, pero lo solventamos creando una tienda con las toallas, un par de pedruscos y la pared rocosa que envolvía la cala donde estábamos. Eso sí, hubo uno, yo para más señas, que el bocadillo no lo disfrutó como merecía. Chicloso era poco. Patético sería más acertado. Pero quitaba el hambre. Unos higos tomados de aquí y de allá completaron el paupérrimo tentempié, que no pasará a la historia de mi alimentación.
Dejamos reposar cuerpos y mente un par de horas largas, y Eli y yo nos volvimos a bañar. Queríamos dejar bajar un poco el sol para el regreso, porque el calor era excesivo y el agua, lógicamente, había disminuído, pero aún así el retorno se hizo largo. Sobretodo para Eli, que estaba desfondada. Sólo para animarnos, pero sin ápice de broma, Barnabas y yo íbamos cantando o recitando, tanto nos daba, el gusto que supondría zamparnos un buen calipo de lima nada mas llegar al aparcamiento donde estaba el coche (y donde había un puesto de helados, claro, si no menuda tontería...). Torracoglioni decidió ilustranos sobre las virtudes de la tónica para mitigar la sed en vez de las porquerías esas del calipo, pero tras lograr un paz tan precaria en los ánimos la unanimidad fue total en ignorarle. Incluso su novia compró un calipo al llegar al puesto, eso sí, de coca-cola, porque de lima no había. Daba igual. Nos supo como si un pedazo de cielo se derritiera en nuestras bocas. Y él se tomó su tónica. Faltaría más.
miércoles, 8 de octubre de 2008
Sagas sicilianas. Día séptimo
Debíamos partir de Selinunte. Eli y yo estábamos encantados con el lugar y la amabilidad de Salvatore, así que un sentimiento de auténtica pesadumbre nos inundaba, pero lo resolvimos con el buen humor habitual que nos acompaña en los viajes con Barnabas: Le dedicamos contínuas bromas y chanzas, que él acepta sin dificultades, cuando hace y rehace una y mil veces su mochila cada vez que nos trasladamos de hotel. Es muy lento y necesita comprobar repetidamente que pone cada prenda y objeto en su sitio adecuado de la mochila, proceso que resulta cómico en la mayor parte de ocasiones. Cuando se decida a publicar su relato de nuestro último viaje al Pirineo ya indicará él mismo cómo hasta niños pequeños completaban este proceso mucho antes que él, mientras Eli y yo habitualmente esperábamos fuera del refugio minutos y más minutos esperando, en balde, que acabase y pudiéramos continuar el camino. Bastante desquiciante para Eli, todo se ha de decir...
En fin, que mientras dejamos al pobre Barnabas con su equipaje, fuimos con nuestras risas a despedirnos de Salvatore y la familia Coppola. Después de mil consejos y saludos nos separamos y regresamos con pena al coche. Claro que antes de salir del pueblo pasamos por la tienda de un amigo de Salvatore, tan o más peculiar que él, que se dedica a elaborar cerámica. Parada que asumí con resignación, pues casi todos pretendían llevarse un recuerdo en forma de algo que “se pudiese colgar de la pared”. Yo les recomendé una ristra de ajos, o de chorizos en su defecto, pero mi consejo no me parece que fuera bien recibido. Así que soporté la tortura de ir de compras y, ya cargados con sus platos de cerámica y un par de tinajas, continuamos el camino hacia Segesta.
El plan inicial era ir a Castellamare del Golfo, donde Torracoglioni había reservado una especie de apartamento con cocina para ellos y otro para Barnabas, Eli y yo, y marchar luego hacia la reserva natural del Zingaro. La reserva previa de alojamiento no había funcionado y no estaba seguro el sitio. Mira que ya les dije que en esta tierra una reserva no significa nada… Eso sí, no pude reprimir un leve sentimiento de mezquino regodeo al ver que mis avisos torno a la imprevisibilidad de Sicilia se habían cumplido.
Así que fuimos a Segesta. Antaño una ciudad griega de importancia, empecinada en guerras constantes con Selinunte despreciando el peligro común que los cartagineses suponían, a veces incluso aliados con estos para satisfacer tal empecinamiento en guerras fraticidas. Su final fue oscuro, como merece quien se empeña en vivir de espaldas a la paz, pero su enclave en un paisaje aún casi virgen e idílico suponía una visita a un recinto espectacular. Cuando llegamos vimos casi con entera facilidad el perímetro de las antiguas murallas, y con enorme alegría por mi parte, desechamos por unanimidad el autobús que sube a la turistada hasta las ruinas. Bueno, con alegría por evitar convertirme en guiri, aunque no me reí tanto cuando ví que para llegar a ver el teatro de Segesta hay que dar un paseo de casi 2 Km bajo un sol impresionante... Y cuesta arriba. Pero valía la pena. Para hacerse una buena composición del lugar es casi imprescindible subir a pie, y ver en la cima las diferentes construcciones griegas, romanas, árabes y medievales que han dejado sus restos allí. Si alguien quiere, además, a lo largo del trayecto se pueden conseguir unos cuantos higos maduros directamente del árbol que animan a completar la ascensión. Una vez arriba, lo más destacable es el teatro. No sólo porque está muy bien conservado sino porque está situado en lo alto de la colina, abierto hacia el valle, y tiene unas vistas espectaculares. Poder ver una obra clásica en un lugar como ese ha de ser algo especial pero no tuvimos la posibilidad. Una pena.
Completamos la visita descendiendo al valle para ver el templo. Está en un enclave muy bien visto por el arquitecto que lo diseñó, integrado perfectamente en el valle entre las dos colinas. Y es enorme. Sólo el hecho de estar cansados impidió que estuviéramos más tiempo allí, a la sombra de unas columnas impresionantes. Decidimos de común acuerdo quedarnos a comer nuestros bocadillos delante de las tiendas del recinto, pero fue una mala idea: Había todo un enjambre de avispas hambrientas que parecían haberla tomado con Torracoglioni y su novia, no sé si por mostrar estos demasiada alarma ante su presencia y revoloteos, por el avispicidio previo en Selinunte, o porque su bocadillo de jamón era más apetitoso que el nuestro. Los demás, con mortadela de la buena, no tuvimos tantos problemas, pero tuvimos que buscar un lugar algo alejado para lograr comer tranquilos. Incluso decidí compartir parte de mi bocadillo con un par de avispitas más calmadas que no me molestaron el resto de mi ágape. Este lugar tenía naturaleza como para quitar el hipo y mis recuerdos de este sitio son excelsos.
El día había sido más duro de lo que parecía, así que nos moríamos por llegar al hotel y ver cuál era el desaguisado en el que nos habían metido con las costumbres locales de ignorar las reservas previamente establecidas. Dejamos que se entendieran ellos dos con el encargado del hotel. Al final lograron arreglar las cosas y retomar el plan inicial: 2 apartamentos minúsculos con cocina como estaba previsto, y TV internacional. Y hubo gran regocijo. Tanto que después de la siesta logré dar con todos una vuelta por el pueblo sin quejas ni problemas, e incluso convencerles para comprar pescado para cocinarlo en el apartamento (había visto una pescadería al lado del hotel con pescado fresco-fresco).
La pena es que no recuerdo qué pescado acabamos comprando. Entendámonos, no recuerdo el nombre italiano, y por Barcelona no lo he visto en venta. Tenía buen aspecto, era barato y el dependiente un tipo simpático, así que salí de la pescadería casi relamiéndome de gusto ante la perspectiva de cocinar esos pececitos y zampárnoslos a la cena con tranquilidad.
Antes de esto, Torracoglioni y su novia insistieron largamente en comprar cosas para la excursión del día siguiente en una tienda justo al lado del hotel. La verdad es que no veía necesidad alguna, ya que era viernes por la tarde y al día siguiente tiempo habría de comprar lo necesario para estar todo el día triscando por ahí, pero fue tal la insistencia y mi falta de ganas de debate que acabamos por ir. Dejamos que ellos se encargasen de la compra, más que nada por aburrimiento. De lo que tenían en esa tienda de comestibles apenas yo compraría nada para dárselo a mis gatos, que temo lo despreciarían por malo, así que adopté, y junto a mí también Barnabas y Eli, una actitud de desidia pura.
Lógicamente la cena no fue todo lo buena que debiera ser. Más que nada porque no tenía ya más ganas de aplacar los ánimos de nadie y mi cabreo era ostensible y evidente. La suerte hizo que acudiesen a cenar con una actitud más calmada, y Torracoglioni con algunas muestras de arrepentimiento, pero el daño estaba hecho. Esa noche sólo fue una tregua, e incluso el paseo que dimos luego calmó sólo superficialmente las iras y puñetas contenidas. Y eso que el pueblo era bonito. Situado en un golfo, pegado al mar, con colores suaves que funden el cielo con el agua, podía considerarse un lugar de los que suelo buscar en mis viajes y guardar en mis recuerdos. Pero toda percepción de belleza se acompaña de forma indefectible de una parte puramente afectiva, así que aquel día mi percepción fue sombría. Incluso bajé a la playa, pequeña y oscura, sólo para destensar mis nervios azotados. Eli me había prevenido sobre este viaje, y no la hice caso. Y ahora resuena en mi mente la vieja canción: "Ya no queda casi nadie de los de antes. Y los que hay, han cambiado". En mala hora me iba a enterar.
Sagas sicilianas. Día sexto
Este día amaneció tranquilo. Como en los anteriores desperté antes que el resto, y me tomé un breve tentempié antes que los demás se levantasen.
Más tarde salimos hacia Marsala. Como Salvatore había insistido en que guardásemos el coche en su garaje, Eli y yo fuimos a buscarlo. Eli estaba de un humor pésimo. La entretuve explicándole la antigüedad de la ciudad, la antigua Lilibea, fortaleza cartaginesa durante siglos de guerras entre helenos y púnicos, y que nunca había sido conquistada. Sólo la ineptitud de los gobernantes de turno de Cartago hizo que la entregasen, intacta, a los romanos hacia el final de la primera guerra púnica. De todo aquello apenas nada queda hoy, pero la ciudad es de las más bonitas de Sicilia, y al lado está el parque arqueológico de Mozia, que es lo que pretendía que fuésemos a ver.
No costó mucho llegar a Marsala, pues la carretera hasta allí es excelente, pero una vez llegamos comprobamos nuevamente la inexistencia, ya habitual, de indicaciones precisas para llegar a Mozia. Así que Barnabas, Torracoglioni y yo nos adentramos en las callejuelas de Marsala en busca de cualquier local de atención a guiris a ver si nos ayudaban. Caminamos y caminamos, pero pronto perdimos la esperanza. No había forma de encontrar el local de información turística pese a que los carteles indicaban continuar recto. Qué país, nunca ponen indicaciones, y cuando las ponen no sirven para nada. Así que Torracoglioni, echándole unos huevos como los del caballo de cierto general, decide entrar así, a puro huevo, en una biblioteca pública. Yo me moría de vergüenza sólo de pensarlo, así que cuando entró lo hizo él solito, con su precario italiano. Yo la verdad es que esperaba que saliera tal cual entró, con menos información si cabe y tal vez con un amago de bronca por parte de la bibliotecaria, pero mira, resulta que le indicaron cómo llegar al puesto de información de forma sencilla y, muy ufanoso, nos llevó hasta allí.
Una vez bien informados, fuimos hasta Mozia. Bueno, más bien hasta delante de Mozia. Resumiendo todo el conglomerado de sucesos que nos condujeron finalmente a la isla, es como el timo de la estampita pero sin estampita. Para comenzar se ha de aparcar en el terreno de algún espabilado local, que claro, te cobra 1 euro por ello. Como no es mucho, pues lo pagamos, pero la cara de estar haciendo el primo se comenzaba a perfilar en nuestras facciones…. Luego descubrimos que la travesía en barco a la isla, ida y vuelta, 5 euros más por persona, y que la entrada al recinto son 9 euros. De haber ido solo hubiese mandado al carajo a tanto timador junto y hubiese pasado la mañana en las salinas romanas de la zona, donde parecía tranquilo, estaríamos a remojo y, como cualidad principal, por 0 euros. Pero la verdad es que nadie lo insinuó siquiera y pagamos todos el gusto y las ganas para llegar allá.
Y resultó no ser nada del otro jueves: Un museo con una estatua importante pero con un increíble amontonamiento semiorganizado de objetos antiguos, un complejo de ruinas mal comunicadas entre sí, sin apenas sombra y de relativa mala conservación. La atracción máxima se tenía que ver en una carretera cartaginesa sumergida, espectáculo digno de mención, pero apenas distinguible bajo las aguas de un azul precioso. Pero casi invisibilizando lo que pretendíamos ver. Además Eli estaba de un humor horrible, cabreada con Torracoglioni por banalidades, de tal forma que caminaba visiblemente cabizbaja a unos 10 metros por detrás nuestro. Valía más no decirle nada. Tampoco mi afán por retroceder a épocas de cazador-recolector me sirvió allá, pues las higueras eran pequeñas y casi sin fruto y las uvas de variedad Grillo estaban siendo vendimiadas en ese preciso día. No era cuestión de que los vendimiadores me vieran cogerles un par o tres de racimitos en sus mismas narices. Podría resultar que no les sentase demasiado bien….
Así que nos volvimos. Pero en Marsala comprobamos que el timo no había cesado aún. Una mala conjunción de los astros, supongo, porque al llegar al mismo punto donde aparcamos por la mañana nos topamos con un siciliano de aspecto patibulario que pretendía cobrar 2 euros por mostrarnos dónde dejar el coche “sin riesgo”. Esto en Hispania se conoce como “gorrilla”, y en aquel momento yo lo rebauticé como “cerdo” aprovechando que con dificultad creo que entendería un italiano culto como para entender el castellano. Mi idea era coserle a patadas entre los 5, pero Torracoglioni impuso cierta sensatez y pagó los 2 euros. Yo insistía en que el coche era de alquiler, así que le tenía poco aprecio aunque le pinchasen las 4 ruedas y que el placer de mostrarle cortesía hispana dándole sus merecidas ostias y las del pulpo era muy superior. Posiblemente constituiría un evento turístico de primer orden. Pero al final cedí.
Mencionaré sólo de pasada las innumerables vueltas que dimos hasta encontrar un lugar donde comer. En Italia, y en Sicilia también, comen a una hora más temprana que la habitual de Barcelona, así que cuando encontramos un lugar estaban ya casi cerrando. Comimos bien, aunque lo pagamos. Vaya si lo pagamos. Yo devoré un cus-cus de pesce delicioso que quizá no estaba muy cargado de precio, y es lo que ví que los dueños daban a sus hijos, pequeños aún, para comer. Eso sí, por unanimidad decidimos no tomar postre y zamparnos un helado a la sombra de la catedral de Marsala. El único placer típico de nuestros viajes que nos permitimos ese día, y tuvo la virtud de mejorar el humor de Eli. Y el mío, aunque al ver de nuevo al gorrilla local y que este nos mostrara cómo el coche estaba indemne me entró una rabia contenida que… En fin, si supiese el gorrilla ese lo cerca que estuvo de que le incrustase los 2 euros por el gaznate a base de patadas repetidas en la boca tal vez hasta decidiese buscar un empleo legal y todo. Nos fuimos con la esperanza de no volver.
Nada más a reseñar de ese día. Timados, esquilmados, cansados y muertos de calor, apenas dimos un par de vueltas por el pueblo. Al dejar el coche en el garaje Salvatore paró a preguntarnos qué tal nos había ido el día. Nos compadeció. Creo que le caíamos simpáticos y le sabía realmente mal las malas artes que sus compañeros de Marsala habían aplicado para los turistas. Morfeo esa noche se apiadó también de nosotros y el sueño fue tranquilo. O tal vez soñé que le rompía la boca al gorrilla. Con un martillo pilón. No lo recuerdo con claridad.
miércoles, 1 de octubre de 2008
Sagas sicilianas. Día quinto
Desperté pronto este día. No sé el motivo, pero era relativamente temprano y ya no podía estar más acostado. Pronto los demás hicieron lo mismo y nos dirigimos a visitar las ruinas.
Los restos de Selinunte, antaño una ciudad grande y adinerada, son magníficos. Su estado de conservación es menor que el de Agrigento, pero son mucho más extensas y menos conocidas, de tal forma que había espacio sobrado para visitar las ruinas casi piedra a piedra sin entrometerse en las rutas de los demás ni topar con demasiados turistas. Se estaba muy tranquilo, y teníamos espacio suficiente como para no rozar demasiado entre nosotros tampoco. Y algo más a mí me encantó: Muchas higueras con deliciosos higos muy maduros esperando ser comidos, y claro, no pude soportar ver tanta fruta huérfana. Los adopté y di buena cuenta de un kilo o 2 mientras caminaba. Nadie más quiso acompañarme en la degustación de productos locales recién adquiridos a tan módico precio, pero a esto no puse pegas. Más para mí. Y también ansiaba estar un poco solo dado el ambiente enrarecido, totalmente dispuesto a no dejarme aplatanar por estados afectivos poco acordes a la majestuosidad del lugar. Este es excelente. Hermoso. Mucho mejor que el de Agrigento.
Decidimos comer entre las ruinas, aunque acosados por una pobre avispa que interpretaba que nuestra presencia allí se debía a una casualidad maravillosa para aprovisionarse de mortadela o jamón. Y claro, Torracoglioni no parecía estar muy de acuerdo. Por alguna extraña razón mantuvieron un diálogo consistente en intentos de avispicidio por su parte, y tentativas frustradas de lambronear jamón por parte de la otra. Así estuvieron largo rato hasta que la pobre avispa se confundió de bocadillo y trató de robar del mío. Ah, no! Yo por ahí no paso, y le dí un buen coscorrón para que se largase. Temo que me pasé un poco de fuerza, que no le pretendía ningún daño pero le dí lo bastante bien como para derribarla. Torracoglioni apreció la oportunidad y descargó sus 80 kg sobre la pobrecilla, dejándola como un sello de correos. Pobre. En fin, la comida concluyó sin más incidencias salvo un leve dolor de maseteros del pobre Barnabas (su bocadillo resultó algo más seco que los del resto) y quedaron todos medio adormilados a la sombra. Yo aproveché para deambular un rato a solas. Incluso trepé por algunas de las ruinas, y sentado de espaldas al sol disfruté del momento más calmado del día mirando al valle desde la acrópolis de Selinute, con los templos al fondo y el mar enmarcando el paisaje. Quizá era el único visitante en las ruinas en ese instante. Disfruté de esos breves momentos a solas dibujando con calma el paisaje que se extendía ante mi, con mil matices de azul entre el cielo y el mar embellecidos por ruinas hasta donde era capaz de contemplar.
Pasamos el resto del día en la playa, al pie de la acrópolis. Con un ánimo más tranquilo pese a que era plenamente consciente de la precariedad de esa paz. Y así fue. Como el truco del fondo de la cesta ya era plenamente conocido, Torracoglioni no se dejó engañar esta vez. Escasamente logramos pactar un paquete de spaghetti y salsa de pez espada para poder cenar. No logramos evitar quejas en torno a la calidad de una pasta que de todas formas no quiso comer, ni una perorata interminable sobre las excelencias del embutido para cenar y desayunar. Por suerte logré cambiar la conversación hacia anécdotas de baloncesto que aburrieron a nuestras respectivas novias pero que lograron evitar males mayores. Esperaba sólo concluir rápido el viaje antes de nuevas explosiones de ira.
No pude esa noche dejar de rememorar esos magníficos momentos de soledad que pasé entre las ruinas. Hoy, con otra perspectiva, con más experiencia si cabe, se me antoja aquella vana realidad un ente fantasmal, efímero, que recuerda más a los libros de cuentos: Echo la vista atrás y cual criatura de sueño se aparecen tanto el viaje como el entorno en el que estuve inmerso, y los amigos con los que fui. De la misma sustancia de la que están hechos los sueños parecen las sombras que me protegían del sol y los colores que enmarcaban el paisaje, cual criatura que huye de un averno que tal vez sólo yo podía ver. Incluso los colores que se pueden rememorar en ese vergel son brillantes sólo a mis ojos confundidos, cuando en realidad se manifiestan a través del brillo de piedras antiguas, para mí embellecidas por el paso del tiempo, encostradas de hierbas, polvo e insectos, pesadilla insomne en la vigilia de un viaje que se acompaña por un momento de un silencio casi musical. Pero tan estruendoso como el estrépito de mi corazón al galope. ¿Y no podría ser sino un sueño, un sueño que estaba padeciendo en esa preciosa imagen de celestes artificios que se dibujan en el horizonte? Ciertamente, ha pasado ya un tiempo, y no soy ya capaz de responder con claridad. Porque se aparecen con frecuencia desde el pasado escenas paradójicas, terribles, o dichosas tal vez, como si mostrasen a un nuevo ser, ruidoso, inmóvil, pero vivo... El ser del viaje que vivimos y que ahora rememoro con dulce melancolía, aunque no lo volvería a hacer. Y creo entonces más a mi capacidad de explicar esta otra pequeña trama que he vivido, que se aparece y que se esfuma como un sueño ocioso ante su sola evocación. Fue en un leve fluir, donde se va mostrando el mundo, el microcosmos del cambio de la vida, de la que todos formamos parte en algún momento. Como en un dulce sueño que no quiero perder, el sueño de unos breves momentos de paz entre las ruinas de una ciudad helena y que aún retengo mientras acaricio mi colgante. Este pretendía que fuera el propósito de mi viaje.
Sagas sicilianas. Día cuarto
Al despertar por la mañana ya sabíamos que el personal del hotel había comido parte de nuestras provisiones. Y ellos sabían que lo sabíamos. La situación era algo rara, plagada de silencios acusadores y silencios compungidos. Torracoglioni estaba indignado ante la afrenta del saqueo de sus embutidos y opta por una estrategia más directa: Pese a que el desayuno estaba incluido en el precio, saca todo el embutido de la nevera y lo deja encima de la mesa, expuesto a las miradas de todos. Su estrategia he de reconocer que es eficaz, pues a la hora de pagar nos descuentan 5 euros en concepto del embutido desaparecido. A veces Torracoglioni demuestra tener buenas ideas!
Mi parte del recuerdo más viva de esos momentos es algo menos aguerrida. El detalle de la guerra de silencios lo he rememorado tras alguna charla posterior con Barnabas. En mi diario de viaje consigné la delicia de la mermelada de limón que nos sirvieron junto a croissants recién hechos. Degusté cada bocado con fruición agradeciendo al cielo las dulzuras locales y la tranquilidad de que gozamos en una terracita silenciosa, con los templos griegos en la lejanía, bien visibles a mis ojos fascinados. Yo estaba más para el deleite del viaje que para paridas de embutiditos allí o allá.
Nos marchamos pronto. Barnabas andaba deseoso de visitar una curiosidad geológica de primer nivel, la Scala del Turchi, una mole de piedra blanca a pie de playa de la que habíamos visto varias fotos por Internet. Y parecía interesante. Y claro, vistas las facilidades locales para la señalización no las tenía todas conmigo de que fuéramos capaces de llegar sin incidencias destacables. Y tal aconteció. Mira que hay sólo una carretera para llegar, pero las andanzas hasta localizarla, y para acertar después el lugar exacto donde dejar el coche harían extender en exceso esta narración. Baste con mencionar que tuvimos que dar varias vueltas, y que como en esta ocasión Eli no conducía (bastante harta quedó ayer), tuvo que sentarse detrás con Torracoglioni. Parece que la natural tendencia de este hacia la queja no tuvo mucho en cuenta el humor más bien gris de Eli, que no había dormido bien y que tenía dolor de estómago. Así que mientras yo me entretenía cogiendo un medio kilito de higos de una higuera “abandonada”, Eli le soltó una serie de exabruptos tan seguidos que ni el más basto de los camioneros soñaría con ser capaz de repetir en su integridad. Bueno, otro momento tenso.
Así que mientras descendíamos a la playa, con la mole de la Scala dei Turchi al fondo, tuve que hacer auténticos malabarismos para evitar un nuevo roce entre estos dos. Tarea nada fácil, por cierto. Suerte que soy un profesional. El paseíllo por la playa tuvo cierto efecto balsámico, con el mar lamiéndonos los pies y pronto Eli estaba más calmada. Antes de subir a la roca tuve ocasión de encontrar una concha perforada. De ella me he hecho un colgante, que ahora llevo puesto. Tal vez el viaje no estaba resultando lo que esperaba, pero al menos obtuve un buen recuerdo. Y casualmente un recuerdo que buscaba.
La roca blanca destacaba sobre el mar. Realmente vale la pena detenerse a visitarla, aunque el calor a esas horas de la mañana empezaba a hacerse terrible. Brincamos y reímos un buen rato sobre ella, pero pronto emprendimos nuevamente camino. Tras un rato y varias fotos la novedad ya no era tal y comenzaban a crecer los nervios en torno al alojamiento de Selinunte. Bueno, más bien en torno a la falta de este en Selinunte. A Eli y a mí esto realmente nos la traía al fresco, pues hay en la zona campings como para aburrir y en alguno nos dejarían montar la tienda, pero una parte de nosotros estaba comenzando a mostrar signos físicos de ansiedad por ello, y preferí no tentar más la suerte y que brotase un nuevo conato de pelea.
Barnabas resultó más hábil. Puso un CD con música de jazz que logró que la bestia se durmiera hasta casi llegar a Selinunte. Pero eso, sí, justo a tiempo para intervenir en el debate en torno a dónde ir. La alegría nunca dura en casa del pobre. Por fortuna la guía del Trotamundos aconsejaba ir a ”il Pescatore”, un hotel familiar que destacaba por tener un dueño, digamos, peculiar llamado Salvatore. Según la guía en cuanto le viésemos entenderíamos porqué era ampliamente conocido en el pueblo, y desde luego no mentían. Es un auténtico torbellino, habla y habla sin parar, y aparte tiene ciertas cosas que son muuuuy peculiares. No quiero decir más. Si alguno va a Selinunte, enseguida sabrá qué es. Personaje pintoresco que en breves segundos logró ganarse las simpatías de Eli y mías.
La fortuna para nosotros fue que nos alquilaba un piso con cocina por 25 euros por persona al día. Además precioso. La mamma de Salvatore estaba un poco inquieta, no sé si por el aspecto que teníamos o porque no se fiaba de nuestra habilidad para cocinar, con bombona de butano de aspecto nada moderno, y como el verdadero apellido de Eli es italiano se dirigió a ella para comprometerla en el cuidado e higiene del piso. Sin saber, claro, que ella no entiende ni papa de italiano a esa velocidad de dicción. En fin, que hice de mediador por segunda vez ese día. Ni en vacaciones puedo hacer vacaciones. La próxima vez me llevo haloperidol spray.
Una vez dejamos el equipaje fuimos al supermercado local para comprar provisiones. La idea era quedarnos 3 días allá, y eso supone al menos 3 desayunos y un número indeterminado de comidas y cenas. Toda la alegría que me llevó hacia allí devino lentamente en una irritabilidad contenida que hasta el buenazo de Barnabas comenzó a compartir. Paseando entre los estantes, compraba según me apetecía, pero Torracoglioni comenzó su perorata apostolizante hacia la comida sana y devolvía a los estantes cuantos pastelillos y zumos yo pretendía llevar. Barnabas contempló con pasmo como sus pastelillos eran también censurados mientras menos atractivas (y no menos insanas por cierto) viandas acababan en la cesta. El límite comenzó a sobrepasarse cuando condenó el atún y el aceite que cogíamos para comprar una marca diferente del mismo pescado, y una botella de 1 litro de aceite.
- Pero a dónde vas con 1 litro- clamé alucinado- si son sólo 3 días…
- Yo es que tomo mucho aceite.
- Pero que son tres días, una cosa es tomar mucho aceite y otra diferente es que te pretendas escabechar!!!
Pero le dio exactamente igual. Y procedió acto seguido a devolver a su estante los yogures de Barnabas, que acababa de coger del estante. En aquel momento si me pinchan no me sale sangre… Bueno, pues se acabó. Siguiendo mis habituales tácticas de cuando era niño procedí a colocar pastelillos, yogures y demás caprichos de Eli, Barnabas y míos en el fondo de la cesta, de forma que no los viese, y le aparqué delante de la charcutera para que se entendiese como pudiera en su precario italiano y comprar fiambre. Eso nos daba suficiente tiempo como para poner en práctica nuestro plan de aprovisionamiento clandestino. Mi madre solía percatarse de estas artimañas una vez en la caja, a la hora de sacar los productos, así que mi hermano y yo desarrollamos con el tiempo técnicas distractorias suficientes como para colar siempre alguna cosa, si éramos prudentes. Rememorando viejos tiempos Eli y yo procedimos a organizar un entretenimiento durante el tiempo necesario preguntándole alguna obviedad sobre los vinos locales, que le mostramos en todo su esplendor, y mientras escondíamos en las bolsas el producto de nuestro saqueo. Una vez en casa ya podía protestar, ya. Que ya estaba pagado. Viva la política de hechos consumados.
Después de comer procedimos a una bendita siesta. Yo en realidad me acomodé en el sofá y luego en la terraza cuando el calor me lo permitió y dí buena cuenta de mi Tucídides. La idea era visitar las ruinas de Selinute una vez desperezados pero no contamos con el horario de visitas, que terminaba a las 19:00. Ante la perspectiva de realizar la visita en media hora o efectuarla al día siguiente decidimos ir a visitar el pueblo. Y quedarnos en la playa luego. Nos fuimos paseando por la orilla del mar. Y así nos quedamos hasta la puesta de sol. Nada hay más que reseñar de este día. Acabó menos tenso y problemático de lo que parecía habida cuenta de la mañana de vaivenes emocionales pero desde luego muy lejos de mis sueños previos al viaje. Podrían haber sido unas vacaciones estupendas.
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