miércoles, 8 de octubre de 2008

Sagas sicilianas. Día sexto


28/08/2008. Jueves

Este día amaneció tranquilo. Como en los anteriores desperté antes que el resto, y me tomé un breve tentempié antes que los demás se levantasen.

Más tarde salimos hacia Marsala. Como Salvatore había insistido en que guardásemos el coche en su garaje, Eli y yo fuimos a buscarlo. Eli estaba de un humor pésimo. La entretuve explicándole la antigüedad de la ciudad, la antigua Lilibea, fortaleza cartaginesa durante siglos de guerras entre helenos y púnicos, y que nunca había sido conquistada. Sólo la ineptitud de los gobernantes de turno de Cartago hizo que la entregasen, intacta, a los romanos hacia el final de la primera guerra púnica. De todo aquello apenas nada queda hoy, pero la ciudad es de las más bonitas de Sicilia, y al lado está el parque arqueológico de Mozia, que es lo que pretendía que fuésemos a ver.

No costó mucho llegar a Marsala, pues la carretera hasta allí es excelente, pero una vez llegamos comprobamos nuevamente la inexistencia, ya habitual, de indicaciones precisas para llegar a Mozia. Así que Barnabas, Torracoglioni y yo nos adentramos en las callejuelas de Marsala en busca de cualquier local de atención a guiris a ver si nos ayudaban. Caminamos y caminamos, pero pronto perdimos la esperanza. No había forma de encontrar el local de información turística pese a que los carteles indicaban continuar recto. Qué país, nunca ponen indicaciones, y cuando las ponen no sirven para nada. Así que Torracoglioni, echándole unos huevos como los del caballo de cierto general, decide entrar así, a puro huevo, en una biblioteca pública. Yo me moría de vergüenza sólo de pensarlo, así que cuando entró lo hizo él solito, con su precario italiano. Yo la verdad es que esperaba que saliera tal cual entró, con menos información si cabe y tal vez con un amago de bronca por parte de la bibliotecaria, pero mira, resulta que le indicaron cómo llegar al puesto de información de forma sencilla y, muy ufanoso, nos llevó hasta allí.

Una vez bien informados, fuimos hasta Mozia. Bueno, más bien hasta delante de Mozia. Resumiendo todo el conglomerado de sucesos que nos condujeron finalmente a la isla, es como el timo de la estampita pero sin estampita. Para comenzar se ha de aparcar en el terreno de algún espabilado local, que claro, te cobra 1 euro por ello. Como no es mucho, pues lo pagamos, pero la cara de estar haciendo el primo se comenzaba a perfilar en nuestras facciones…. Luego descubrimos que la travesía en barco a la isla, ida y vuelta, 5 euros más por persona, y que la entrada al recinto son 9 euros. De haber ido solo hubiese mandado al carajo a tanto timador junto y hubiese pasado la mañana en las salinas romanas de la zona, donde parecía tranquilo, estaríamos a remojo y, como cualidad principal, por 0 euros. Pero la verdad es que nadie lo insinuó siquiera y pagamos todos el gusto y las ganas para llegar allá.

Y resultó no ser nada del otro jueves: Un museo con una estatua importante pero con un increíble amontonamiento semiorganizado de objetos antiguos, un complejo de ruinas mal comunicadas entre sí, sin apenas sombra y de relativa mala conservación. La atracción máxima se tenía que ver en una carretera cartaginesa sumergida, espectáculo digno de mención, pero apenas distinguible bajo las aguas de un azul precioso. Pero casi invisibilizando lo que pretendíamos ver. Además Eli estaba de un humor horrible, cabreada con Torracoglioni por banalidades, de tal forma que caminaba visiblemente cabizbaja a unos 10 metros por detrás nuestro. Valía más no decirle nada. Tampoco mi afán por retroceder a épocas de cazador-recolector me sirvió allá, pues las higueras eran pequeñas y casi sin fruto y las uvas de variedad Grillo estaban siendo vendimiadas en ese preciso día. No era cuestión de que los vendimiadores me vieran cogerles un par o tres de racimitos en sus mismas narices. Podría resultar que no les sentase demasiado bien….

Así que nos volvimos. Pero en Marsala comprobamos que el timo no había cesado aún. Una mala conjunción de los astros, supongo, porque al llegar al mismo punto donde aparcamos por la mañana nos topamos con un siciliano de aspecto patibulario que pretendía cobrar 2 euros por mostrarnos dónde dejar el coche “sin riesgo”. Esto en Hispania se conoce como “gorrilla”, y en aquel momento yo lo rebauticé como “cerdo” aprovechando que con dificultad creo que entendería un italiano culto como para entender el castellano. Mi idea era coserle a patadas entre los 5, pero Torracoglioni impuso cierta sensatez y pagó los 2 euros. Yo insistía en que el coche era de alquiler, así que le tenía poco aprecio aunque le pinchasen las 4 ruedas y que el placer de mostrarle cortesía hispana dándole sus merecidas ostias y las del pulpo era muy superior. Posiblemente constituiría un evento turístico de primer orden. Pero al final cedí.

Mencionaré sólo de pasada las innumerables vueltas que dimos hasta encontrar un lugar donde comer. En Italia, y en Sicilia también, comen a una hora más temprana que la habitual de Barcelona, así que cuando encontramos un lugar estaban ya casi cerrando. Comimos bien, aunque lo pagamos. Vaya si lo pagamos. Yo devoré un cus-cus de pesce delicioso que quizá no estaba muy cargado de precio, y es lo que ví que los dueños daban a sus hijos, pequeños aún, para comer. Eso sí, por unanimidad decidimos no tomar postre y zamparnos un helado a la sombra de la catedral de Marsala. El único placer típico de nuestros viajes que nos permitimos ese día, y tuvo la virtud de mejorar el humor de Eli. Y el mío, aunque al ver de nuevo al gorrilla local y que este nos mostrara cómo el coche estaba indemne me entró una rabia contenida que… En fin, si supiese el gorrilla ese lo cerca que estuvo de que le incrustase los 2 euros por el gaznate a base de patadas repetidas en la boca tal vez hasta decidiese buscar un empleo legal y todo. Nos fuimos con la esperanza de no volver.

Nada más a reseñar de ese día. Timados, esquilmados, cansados y muertos de calor, apenas dimos un par de vueltas por el pueblo. Al dejar el coche en el garaje Salvatore paró a preguntarnos qué tal nos había ido el día. Nos compadeció. Creo que le caíamos simpáticos y le sabía realmente mal las malas artes que sus compañeros de Marsala habían aplicado para los turistas. Morfeo esa noche se apiadó también de nosotros y el sueño fue tranquilo. O tal vez soñé que le rompía la boca al gorrilla. Con un martillo pilón. No lo recuerdo con claridad.

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