miércoles, 8 de octubre de 2008

Sagas sicilianas. Día séptimo

29/08/2008. Viernes

Debíamos partir de Selinunte. Eli y yo estábamos encantados con el lugar y la amabilidad de Salvatore, así que un sentimiento de auténtica pesadumbre nos inundaba, pero lo resolvimos con el buen humor habitual que nos acompaña en los viajes con Barnabas: Le dedicamos contínuas bromas y chanzas, que él acepta sin dificultades, cuando hace y rehace una y mil veces su mochila cada vez que nos trasladamos de hotel. Es muy lento y necesita comprobar repetidamente que pone cada prenda y objeto en su sitio adecuado de la mochila, proceso que resulta cómico en la mayor parte de ocasiones. Cuando se decida a publicar su relato de nuestro último viaje al Pirineo ya indicará él mismo cómo hasta niños pequeños completaban este proceso mucho antes que él, mientras Eli y yo habitualmente esperábamos fuera del refugio minutos y más minutos esperando, en balde, que acabase y pudiéramos continuar el camino. Bastante desquiciante para Eli, todo se ha de decir...

En fin, que mientras dejamos al pobre Barnabas con su equipaje, fuimos con nuestras risas a despedirnos de Salvatore y la familia Coppola. Después de mil consejos y saludos nos separamos y regresamos con pena al coche. Claro que antes de salir del pueblo pasamos por la tienda de un amigo de Salvatore, tan o más peculiar que él, que se dedica a elaborar cerámica. Parada que asumí con resignación, pues casi todos pretendían llevarse un recuerdo en forma de algo que “se pudiese colgar de la pared”. Yo les recomendé una ristra de ajos, o de chorizos en su defecto, pero mi consejo no me parece que fuera bien recibido. Así que soporté la tortura de ir de compras y, ya cargados con sus platos de cerámica y un par de tinajas, continuamos el camino hacia Segesta.

El plan inicial era ir a Castellamare del Golfo, donde Torracoglioni había reservado una especie de apartamento con cocina para ellos y otro para Barnabas, Eli y yo, y marchar luego hacia la reserva natural del Zingaro. La reserva previa de alojamiento no había funcionado y no estaba seguro el sitio. Mira que ya les dije que en esta tierra una reserva no significa nada… Eso sí, no pude reprimir un leve sentimiento de mezquino regodeo al ver que mis avisos torno a la imprevisibilidad de Sicilia se habían cumplido.

Así que fuimos a Segesta. Antaño una ciudad griega de importancia, empecinada en guerras constantes con Selinunte despreciando el peligro común que los cartagineses suponían, a veces incluso aliados con estos para satisfacer tal empecinamiento en guerras fraticidas. Su final fue oscuro, como merece quien se empeña en vivir de espaldas a la paz, pero su enclave en un paisaje aún casi virgen e idílico suponía una visita a un recinto espectacular. Cuando llegamos vimos casi con entera facilidad el perímetro de las antiguas murallas, y con enorme alegría por mi parte, desechamos por unanimidad el autobús que sube a la turistada hasta las ruinas. Bueno, con alegría por evitar convertirme en guiri, aunque no me reí tanto cuando ví que para llegar a ver el teatro de Segesta hay que dar un paseo de casi 2 Km bajo un sol impresionante... Y cuesta arriba. Pero valía la pena. Para hacerse una buena composición del lugar es casi imprescindible subir a pie, y ver en la cima las diferentes construcciones griegas, romanas, árabes y medievales que han dejado sus restos allí. Si alguien quiere, además, a lo largo del trayecto se pueden conseguir unos cuantos higos maduros directamente del árbol que animan a completar la ascensión. Una vez arriba, lo más destacable es el teatro. No sólo porque está muy bien conservado sino porque está situado en lo alto de la colina, abierto hacia el valle, y tiene unas vistas espectaculares. Poder ver una obra clásica en un lugar como ese ha de ser algo especial pero no tuvimos la posibilidad. Una pena.


Completamos la visita descendiendo al valle para ver el templo. Está en un enclave muy bien visto por el arquitecto que lo diseñó, integrado perfectamente en el valle entre las dos colinas. Y es enorme. Sólo el hecho de estar cansados impidió que estuviéramos más tiempo allí, a la sombra de unas columnas impresionantes. Decidimos de común acuerdo quedarnos a comer nuestros bocadillos delante de las tiendas del recinto, pero fue una mala idea: Había todo un enjambre de avispas hambrientas que parecían haberla tomado con Torracoglioni y su novia, no sé si por mostrar estos demasiada alarma ante su presencia y revoloteos, por el avispicidio previo en Selinunte, o porque su bocadillo de jamón era más apetitoso que el nuestro. Los demás, con mortadela de la buena, no tuvimos tantos problemas, pero tuvimos que buscar un lugar algo alejado para lograr comer tranquilos. Incluso decidí compartir parte de mi bocadillo con un par de avispitas más calmadas que no me molestaron el resto de mi ágape. Este lugar tenía naturaleza como para quitar el hipo y mis recuerdos de este sitio son excelsos.




El día había sido más duro de lo que parecía, así que nos moríamos por llegar al hotel y ver cuál era el desaguisado en el que nos habían metido con las costumbres locales de ignorar las reservas previamente establecidas. Dejamos que se entendieran ellos dos con el encargado del hotel. Al final lograron arreglar las cosas y retomar el plan inicial: 2 apartamentos minúsculos con cocina como estaba previsto, y TV internacional. Y hubo gran regocijo. Tanto que después de la siesta logré dar con todos una vuelta por el pueblo sin quejas ni problemas, e incluso convencerles para comprar pescado para cocinarlo en el apartamento (había visto una pescadería al lado del hotel con pescado fresco-fresco).

La pena es que no recuerdo qué pescado acabamos comprando. Entendámonos, no recuerdo el nombre italiano, y por Barcelona no lo he visto en venta. Tenía buen aspecto, era barato y el dependiente un tipo simpático, así que salí de la pescadería casi relamiéndome de gusto ante la perspectiva de cocinar esos pececitos y zampárnoslos a la cena con tranquilidad.

Antes de esto, Torracoglioni y su novia insistieron largamente en comprar cosas para la excursión del día siguiente en una tienda justo al lado del hotel. La verdad es que no veía necesidad alguna, ya que era viernes por la tarde y al día siguiente tiempo habría de comprar lo necesario para estar todo el día triscando por ahí, pero fue tal la insistencia y mi falta de ganas de debate que acabamos por ir. Dejamos que ellos se encargasen de la compra, más que nada por aburrimiento. De lo que tenían en esa tienda de comestibles apenas yo compraría nada para dárselo a mis gatos, que temo lo despreciarían por malo, así que adopté, y junto a mí también Barnabas y Eli, una actitud de desidia pura.

Pronto regresamos al hotel. Una vez allí no sé explicar qué pasó, porque Eli, Barnabas y yo íbamos por delante y subimos a nuestro apartamento. Deseaba dejar el pescado en la nevera y cambiarme la camiseta, que se había manchado y entré en mi cuarto para ello. Al salir topé de lleno con los 190 cm de Torracoglioni y, sin darme tiempo a averiguar qué hacía allí empieza a berrearme una serie de quejas en forma de imprecaciones irritantes. La discusión continuó después en un tono menos vehemente pero no por ello menos áspero. Y con igual cizaña. Logré calmarme medianamente. Estaba bastante enfadado y tenía ganas de acabar con esa pantomima para volver a casa y cocinar el pescado. En el camino de vuelta arranqué un par de hojas de laurel de un arbusto.

Lógicamente la cena no fue todo lo buena que debiera ser. Más que nada porque no tenía ya más ganas de aplacar los ánimos de nadie y mi cabreo era ostensible y evidente. La suerte hizo que acudiesen a cenar con una actitud más calmada, y Torracoglioni con algunas muestras de arrepentimiento, pero el daño estaba hecho. Esa noche sólo fue una tregua, e incluso el paseo que dimos luego calmó sólo superficialmente las iras y puñetas contenidas. Y eso que el pueblo era bonito. Situado en un golfo, pegado al mar, con colores suaves que funden el cielo con el agua, podía considerarse un lugar de los que suelo buscar en mis viajes y guardar en mis recuerdos. Pero toda percepción de belleza se acompaña de forma indefectible de una parte puramente afectiva, así que aquel día mi percepción fue sombría. Incluso bajé a la playa, pequeña y oscura, sólo para destensar mis nervios azotados. Eli me había prevenido sobre este viaje, y no la hice caso. Y ahora resuena en mi mente la vieja canción: "Ya no queda casi nadie de los de antes. Y los que hay, han cambiado". En mala hora me iba a enterar.

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