miércoles, 15 de octubre de 2008

Sagas Sicilianas. Día octavo

30/08/2008. Sábado.
Después de todo lo acontecido, el último día aparecía turbio ya desde sus inicios. Tanto Eli como yo ya comenzábamos de mal humor, sin librarnos aún de las malandanzas de la batalla del día previo. Barnabas parecía encajarlo mejor. Por no involucrarme en una más que segura discusión, me puse a hacer los bocadillos. El pan estaba blando, como un chicle de mala calidad. Suspiré en voz alta. Si no sería por no haberlo dicho, pero siempre con las dichosas planificaciones, que total tampoco servían para nada, ya que eran modificadas al antojo de los elementos. Así que tocaba masticar pan blando, nunca mejor dicho. Incrusté la mortadela dentro de cada bocata y bajamos enseguida a comprar más cosas a la misma tienda de ayer, conmigo musitando para mis adentros lo facil que hubiera sido comprar entonces el pan y disponer de bocatas bien crujientes y buenos.

Decidieron entonces pagar el alojamiento. Pagar en circunstancias normales resulta un procedimiento sencillo resuelto en unos pocos minutos, pero Sicilia no es un sitio donde las cosas se hagan de forma sencilla: El encargado del lugar sencillamente tenía como procedimiento estándar largarse por ahí dejándonos las llaves, logrando de esta forma optimizar el negocio con la vagancia. Y claro, un sábado por la mañana era evidente que no iba a estar disponible para que un par de guiris preguntasen y fastidiasen a partes iguales por chorradas tales como pagar. Especialmente 24 horas antes de plazo. Así que cuando llevábamos ya unos cuantos minutos tratando de localizar al encargado en los lugares más lógicos (por no extenderme mucho, por los bares más cercanos al hotel), a Eli y a mi se nos estaban comonzando a hinchar algunas partes de nuestras respectivas anatomías. Y aún teníamos que llegar a la reserva natural del Zingaro. Ya he contado previamente mi opinión acerca de los indicadores en las carreteras sicilianas, y Castellamare no iba a ser una excepción, seguro. Así que llegado cierto momento de algo más que hartazgo, simplemente les dejamos seguir buscando al encargado y nosotros nos fuimos al puesto de información turística, sin prisas, paseando por las calles de ese pueblecito y gozando de unos minutos extra de conversación calmada y sin quejas. Una vez llegados al puesto, con la chica que se encargaba de informar tuve que lidiar yo. A estas alturas Eli ya se defendía aceptablemente bien en italiano, pero no sé la porqué la chica nos comenzó a hablar a tal velocidad que hasta yo hube de recomponer el mensaje a base de suposiciones. Uf. Menudo apuro. Con el añadido además que me daba una verguenza oprobiosa pedirle por favor que hablase piú piano, prego.



Tras el recochineo que me dedicaron luego Eli y Barnabas por esto, y tras alardear de italiano a nivel de comprensión (algo tenía que decir, pese a que evidentemente no me creían... de hecho ni yo me lo habría creído), volvimos al hotel. Casi me da un ataque de risa al ver que aún no habían logrado que viniese el encargado, pero por prudencia retuve cualquier comentario irónico que se me ocurriese, no fuera a ser mal acogido. Y se me ocurrieron muchos, no crean, algunos muy zahirientes, pero quedaron sólo para mí (y algunos para Eli en voz baja, que también tenía derecho a reirse un rato). Tras interminables minutos al final el chico apareció, con el lógico recochineo por mi parte, nos cobró y procedimos a partir hacia el Zingaro.

La Reserva Natural del Zingaro era para mí todo un descubrimiento. No tenía ni idea de su existencia hasta la "planificación" del viaje, y fue Barnabas quien lo había visto en internet buscando algo de naturaleza para pasear por la zona. En realidad no había mirado mucho. Sólo había imprimido unas páginas de unas chicas españolas que lo habían visitado años ha, y que como yo pusieron su epopeya por escrito. Ellas habían sido unas imprudentes o unas merlucitas, ya que ese paseo de algunos kilómetros lo hicieron el pleno mes de agosto y SIN AGUA. Y destacaron vehementemente en su relato que eso era una estupidez, que el sitio era precioso pero que el calor era terrible. Aprendimos de su experiencia y llevamos toda el agua que pudimos. La idea era pasear por allí, visitar una cueva que Barnabas ya tenía en mente, y quedarnos luego en alguna playita de la zona.

Eso sí, el plan inicial era recorrerlo juntos, pero en cuanto llegamos a la entrada (no costó mucho para los estándares habituales de Sicilia, pero desde luego la falta de indicadores es un mal más endémico que la mafia allí...) dividimos el grupo en dos: Eli y yo por delante, y Torracoglioni y novia, estos más rezagados. Con Barnabas enmedio oscilando entre unos y otros. Al entrar en el recinto nos daban un mapa, y a lo largo del recorrido que escogimos había varios museos de visita gratuita. Bastante monos, la verdad. En estos hacíamos habitualmente un alto para reconstruir la unidad grupal mal entendida, y continuar después con la ruptura.

Y así seguimos varios kilómetros. Situación absurda y tensa. Ridícula. Alguien tenía que dar un paso y mira tú por donde, fue Torracoglioni quien lo dió. Cuando hace lo correcto también se ha de decir... Se plantó delante de todos a pedir disculpas por lo sucedido, disculpas que esgrimió de forma tan chapucera que casi más soliviantaban que calmaban, pero disculpas al fin y al cabo. Y funcionó. A mí al menos me calmaron. Barnabas no las necesitaba, que es tan buenazo que le bastaba con que no le diesen más la lata y que no le tocasen más la pera, pero su enfado era mínimo. Eso sí, Eli se relajó algo pero no del todo. Pero era una tregua. Y valía la pena aceptarla.



El resto de la excursión por suerte fue más relajado a partir de aquí. Llegamos a la cueva para ver que tampoco era nada del otro mundo, ya casi a mediodía solar medio muertos de cansancio y calor. Por suerte no de sed, que ya he dicho que aprendimos de las meteduras de pata ajenas, pero tras unas fotos de rigor nos fuimos a la playa. Era preciosa. Apenas arena, con piedras limadas por el mar de un blanco deslumbrante, y con aguas tan cristalinas que daba placer sólo mirarlas. Y con el calor que hacía, mucho más placentero resultó bañarse. Era la gloria bendita, casi una hora de paz del alma tras la "paz del Zingaro" y el armnisticio en la playa, relajados de cuerpo también, flotando mecidos por las olas en un lugar de belleza salvaje y embriagadora. Hasta Eli, que nunca disfruta en el mar, se encontró a gusto.


Antes de regresar decidimos comer allí. El calor era agobiante fuera del agua, pero lo solventamos creando una tienda con las toallas, un par de pedruscos y la pared rocosa que envolvía la cala donde estábamos. Eso sí, hubo uno, yo para más señas, que el bocadillo no lo disfrutó como merecía. Chicloso era poco. Patético sería más acertado. Pero quitaba el hambre. Unos higos tomados de aquí y de allá completaron el paupérrimo tentempié, que no pasará a la historia de mi alimentación.



Dejamos reposar cuerpos y mente un par de horas largas, y Eli y yo nos volvimos a bañar. Queríamos dejar bajar un poco el sol para el regreso, porque el calor era excesivo y el agua, lógicamente, había disminuído, pero aún así el retorno se hizo largo. Sobretodo para Eli, que estaba desfondada. Sólo para animarnos, pero sin ápice de broma, Barnabas y yo íbamos cantando o recitando, tanto nos daba, el gusto que supondría zamparnos un buen calipo de lima nada mas llegar al aparcamiento donde estaba el coche (y donde había un puesto de helados, claro, si no menuda tontería...). Torracoglioni decidió ilustranos sobre las virtudes de la tónica para mitigar la sed en vez de las porquerías esas del calipo, pero tras lograr un paz tan precaria en los ánimos la unanimidad fue total en ignorarle. Incluso su novia compró un calipo al llegar al puesto, eso sí, de coca-cola, porque de lima no había. Daba igual. Nos supo como si un pedazo de cielo se derritiera en nuestras bocas. Y él se tomó su tónica. Faltaría más.


Por la noche salimos a cenar. Todos juntos en buena armonía. Bueno, más o menos. Dejamos que Torracoglioni escogiera el restaurante, aunque lo que hizo fue mirar la guía y decirme una calle, a la que le tenía que llevar. El nombre del restaurante no estaba claro, pero la dirección a donde les llevé era esa. Estuvimos bastante rato allí, delante de la puerta, sin decidirnos a entrar. Según la guía, era un lugar donde se hace comida casera de la buena, y que el dueño era un tipo agradable con una barriga prominente. Estábamos, pues, delante de la puerta discutiendo sobre si el lugar era ese o no, cuando el dueño salió a tomar el fresco. En el acto supimos que ese era en lugar correcto. Ya os imaginais porqué....

Y madre mía qué bien comimos. La pasta frutti di mare de ese hombre estaba deliciosa. Además, para seguir con nuestras costumbres, creo que nos tomó cariño el dueño del lugar. Creo. Aunque esta vez a costa de Torracoglioni. Resulta que todos habíamos decidido rápido qué comer, menos él, claro. Abstraído en sus pejiguereces. Y el señor, pues delante de él esperando que se decidiese. Tanto le costaba que al final, de puro cachondeo, le increpábamos en alta voz y con evidente recochineo, tan evidente la burla que hasta el pobre señor la captaba en esencia. De hecho, le pidió un entrante, y se quedó con una sonrisa más que provocativa esperando a que pidiese un plato más grande. Lógicamente. Pero con la colaboracion de las risas del resto y notable complicidad por su parte. Esta situación se repitió varias veces en una cena en la que sólo pedimos un plato, así que hacia el final el recochineo del hombre era clarísimo. Y para darle más gusto le comenté que era nuestro colega algo más que un mascalzone. Lo que se llegó a reir con nosotros. Un rato más y nos invita a algo, seguro.

Al salir del restaurante, nos dirigimos a tomar un helado. Es la despedida tradicional de Eli y mía de este bello país cada vez que lo visitamos, y no queríamos faltar a la tradicion. Barnabas nos acompañó. Espero sinceramente que disfrutase de todo en conjunto aunque resultase menos agradable de lo que pretendía. Pero ese helado, que resultó excelso, no lo olvidaremos jamás.




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