¿Qué es cultura? ¿Dónde está la cultura? No son preguntas retóricas ni pretenden la trampa. Se trata de interrogantes sinceros. ¿Es cultura la llamada “cultura de masas”? ¿Algo es cultural porque lo paga el Ministerio de Cultura, o un ayuntamiento, o una fundación? Y las cuestiones llegan más lejos aún: si cuatro señores deciden que esta cosa o aquella otra son “patrimonios culturales”, ¿resulta entonces que ya forman parte de la cultura en cuanto tal? Vaya lío que tengo. En un afán por democratizar y accesibilizar lo más posible todos y cada uno de los elementos que consideramos “culturales”, estamos provocando un completo desmadre. La cultura es ya un jaleo, un pretexto, una coartada, un cliché de moda. Ahora todo el mundo se siente obligado a culturizarse a todo trance y con respecto a cualquier cosa. Y lo peor es que el mercadillo cultural es tan extenso, rocambolesco, enrevesado y jaleoso, que ya no sabemos cómo separar el polvo de la paja.
Nos han llenado la cultura de trampas. Esta es la situación. De artificios y artefactos que no se comprenden pero se admiran. Te dicen, por ejemplo, que leer es cultura, pero no te dan un folleto de instrucciones que te ayude a separar los libros buenos de los malos… Como resultado, tenemos a millones de personas perdiendo el tiempo con el tal Harry Potter cuando podrían estar empleándolo mejor en cualquier otra lectura digna. Ellos creen que leen, pero la verdad es que simplemente se entretienen. Hace tiempo pensaba honestamente que esto no era mala cosa, que tarde o temprano el lector del tal Potter iría a otra parte, pero he descubierto que estaba equivocado: simplemente se traslada hacia otro libro similar, deambula en busca de más entretenimiento, encuentra dónde engancharse, y establece de esta manera un círculo vicioso del que ya nunca sale. No quiero significar con todo esto que leer a J. K. Rowling sea algo intrínsecamente malo, que no lo es. Lo perverso, lo engañoso, lo irremediablemente nefasto, es no pasar de ahí. Pensar que ese es el límite y que ya se ha encontrado una impepinable llave de acceso a la cultura.
En efecto. Los metapoderes económicos que pululan en las sombras de la sociedad de consumo han terminado por transformar la cultura en una película de Indiana Jones. Ya no tenemos ni idea de cuándo nos cubriremos de bichos, se nos hundirá el suelo bajo los pies, o seremos hechizados por el malicioso chamán de una tribu amazónica. Se nos pone la zanahoria de la cultura frente a las narices para endiñarnos luego cualquier cosa. Se nos exige que seamos críticos, que nos formemos e informemos, que investiguemos, que nos esforcemos por comprender, y al mismo tiempo, de tapadillo, nos empancinan con un suculento menú de prensa amarilla a la salsa rosa. Y de postre, publicidad. Dicen que es cultura, y que tienes la obligación moral de embadurnarte con ella, pero en realidad sólo quieren tenernos entretenidos. Tan sólo pretenden que nos mantengamos en el papel de espectadores… Culturízate y no participes.
Nos han malversado la cultura. Ahora un disco es bueno si es el más vendido, una película es importante si obtiene el récord de taquilla, un libro es decente si colma las expectativas de ventas, una obra de teatro es interesante si llena todas las funciones durante tres meses seguidos. Las series de televisión son fantásticas si superan los índices de audiencia preestablecidos por la cadena que las emite… La cultura se ha fusionado con las matemáticas dando lugar a una falacia como no recuerdan los tiempos. No puede extrañarnos, por consiguiente, que las prioridades de la cultura se hayan alterado por completo y que las conversaciones no versen ya acerca de los contenidos en sí mismos, sino que se muevan en lo meramente superficial y accesorio: “he visto tal cosa”, “he escuchado esta otra”, “me bajé de Internet aquello”… Y basta. Habiendo cumplido con tu cuota de mercado ya estás en la cultura, en lo que se lleva. No necesitamos saber cómo es aquello de lo que nos hablas, pues nos basta con saber que has tenido acceso. Lo demás se da por supuesto. Bienvenido a la cultura. ¿Y el resto? ¿Qué pasa con aquello de lo que no se habla? ¿Qué ocurre con lo que nadie recomienda? Bueno, todo eso simplemente no existe. Lo triste es que el verdadero conocimiento suele esconderse precisamente ahí, en el ángulo muerto.
A nadie extraña, por tanto, que en estos tiempos que corren nos haya entrado de golpe y porrazo tanto interés por las teorías de la conspiración. Claro. En el fondo sabemos que algo no funciona bien en todo esto. Pero los conspiracionistas y sus partidarios ignoran –u ocultan interesadamente, que de todo hay- el fondo del problema: no es que el conocimiento cierto sea inaccesible, nos lo hayan ocultado, o se nos hurte indiscriminadamente sino, antes bien, que ese conocimiento no se encuentra en el circuito habitual de la cultura. Está aplastado por él, en las catacumbas, esperando a ser desenterrado de entre la porquería con la que pasamos el rato. En la sociedad de la información no existe la censura –no lo crean- porque no hace ni repajolera falta. Basta, simplemente, con no publicitar lo que no queremos que se difunda. Sólo existe lo que cuenta la televisión. La bola mágica; el centro neurálgico de todo saber.
Nos han llenado la cultura de trampas. Esta es la situación. De artificios y artefactos que no se comprenden pero se admiran. Te dicen, por ejemplo, que leer es cultura, pero no te dan un folleto de instrucciones que te ayude a separar los libros buenos de los malos… Como resultado, tenemos a millones de personas perdiendo el tiempo con el tal Harry Potter cuando podrían estar empleándolo mejor en cualquier otra lectura digna. Ellos creen que leen, pero la verdad es que simplemente se entretienen. Hace tiempo pensaba honestamente que esto no era mala cosa, que tarde o temprano el lector del tal Potter iría a otra parte, pero he descubierto que estaba equivocado: simplemente se traslada hacia otro libro similar, deambula en busca de más entretenimiento, encuentra dónde engancharse, y establece de esta manera un círculo vicioso del que ya nunca sale. No quiero significar con todo esto que leer a J. K. Rowling sea algo intrínsecamente malo, que no lo es. Lo perverso, lo engañoso, lo irremediablemente nefasto, es no pasar de ahí. Pensar que ese es el límite y que ya se ha encontrado una impepinable llave de acceso a la cultura.
En efecto. Los metapoderes económicos que pululan en las sombras de la sociedad de consumo han terminado por transformar la cultura en una película de Indiana Jones. Ya no tenemos ni idea de cuándo nos cubriremos de bichos, se nos hundirá el suelo bajo los pies, o seremos hechizados por el malicioso chamán de una tribu amazónica. Se nos pone la zanahoria de la cultura frente a las narices para endiñarnos luego cualquier cosa. Se nos exige que seamos críticos, que nos formemos e informemos, que investiguemos, que nos esforcemos por comprender, y al mismo tiempo, de tapadillo, nos empancinan con un suculento menú de prensa amarilla a la salsa rosa. Y de postre, publicidad. Dicen que es cultura, y que tienes la obligación moral de embadurnarte con ella, pero en realidad sólo quieren tenernos entretenidos. Tan sólo pretenden que nos mantengamos en el papel de espectadores… Culturízate y no participes.
Nos han malversado la cultura. Ahora un disco es bueno si es el más vendido, una película es importante si obtiene el récord de taquilla, un libro es decente si colma las expectativas de ventas, una obra de teatro es interesante si llena todas las funciones durante tres meses seguidos. Las series de televisión son fantásticas si superan los índices de audiencia preestablecidos por la cadena que las emite… La cultura se ha fusionado con las matemáticas dando lugar a una falacia como no recuerdan los tiempos. No puede extrañarnos, por consiguiente, que las prioridades de la cultura se hayan alterado por completo y que las conversaciones no versen ya acerca de los contenidos en sí mismos, sino que se muevan en lo meramente superficial y accesorio: “he visto tal cosa”, “he escuchado esta otra”, “me bajé de Internet aquello”… Y basta. Habiendo cumplido con tu cuota de mercado ya estás en la cultura, en lo que se lleva. No necesitamos saber cómo es aquello de lo que nos hablas, pues nos basta con saber que has tenido acceso. Lo demás se da por supuesto. Bienvenido a la cultura. ¿Y el resto? ¿Qué pasa con aquello de lo que no se habla? ¿Qué ocurre con lo que nadie recomienda? Bueno, todo eso simplemente no existe. Lo triste es que el verdadero conocimiento suele esconderse precisamente ahí, en el ángulo muerto.
A nadie extraña, por tanto, que en estos tiempos que corren nos haya entrado de golpe y porrazo tanto interés por las teorías de la conspiración. Claro. En el fondo sabemos que algo no funciona bien en todo esto. Pero los conspiracionistas y sus partidarios ignoran –u ocultan interesadamente, que de todo hay- el fondo del problema: no es que el conocimiento cierto sea inaccesible, nos lo hayan ocultado, o se nos hurte indiscriminadamente sino, antes bien, que ese conocimiento no se encuentra en el circuito habitual de la cultura. Está aplastado por él, en las catacumbas, esperando a ser desenterrado de entre la porquería con la que pasamos el rato. En la sociedad de la información no existe la censura –no lo crean- porque no hace ni repajolera falta. Basta, simplemente, con no publicitar lo que no queremos que se difunda. Sólo existe lo que cuenta la televisión. La bola mágica; el centro neurálgico de todo saber.