Las ventanas dan sobre el Danubio, se asoman sobre el gran río y sobre las colinas que lo dominan, un paisaje marcado por los bosques y por las cúpulas en forma de cebolla de las iglesias; En invierno, con el cielo frío y las manchas de nieve, las amables curvas de las colinas y del río parecen perder cuerp y peso, se convierten en leves líneas de un diseño, una elegante melancolía heráldica. Linz, la capital de Austria Superior, era la ciudad que Hitler prefería y quería convertir en la más monumental metrópoli danubiana. Speer, el arquitecto del Tercer Reich, ha descrito esos proyectos de edificios gigantescos y faraónicos, jamás realizados, en los que Hitler, como ha descrito Canetti, revelaba su febril necesidad de superar las dimensiones alcanzadas precedentemente por otros artífices, su obsesión agonística por batir todos los récords. [...]
El atardecer es frío y silencioso, algunos niños que arrastran trineos no rompen la soledad y el desierto de las calles, su grave melancolía continental. Sobre el Friedrichstor de Linz campean las famosas siglas sibilinas que el emperador Federico III, muerto probablemente a poca distancia de allí, en el nº 10 de la Ciudad Vieja adornada con mudos palacios y severos símbolos, hacía imprimir en sus objetos y en sus edificios: A.E.I.O.U., tal vez Austriae est imperare orbi universo, o bien Austria erit in orbe ultima. Este imperio que se extendía hasta los confines del mundo y del tiempo ya se le antojaba al propio Federico asediado por la decadencia y doblegado por las derrotas, hasta el punto de que en su diario se lamentaba de que el estandarte de Austria no resultara victorioso e intentaba frenar las dificultades con esa estrategia de la elusión y de la inmovilidad que, con los siglos, se convertiría en la grandiosa estática de los Habsburgo exaltada por Grillparzer y por Werfel, la repugnancia por la acción, el pathos defensivo de quien tiende no a vencer sino a sobrevivir y no ama las guerras porque sabe, como sabía Francisco José, que las guerras se pierden.
Fallecido en 1493, Federico III, observa Adam Wandruszca, presenta ya los típicos rasgos canonizados más adelante por el mito Habsbúrguico: La simbiosis de ineptitud y sabiduría, la incapacidad de actuar que se convierte en sagaz prudencia y en previsora estrategia, la vacilación y la contradicción elevadas a línea de conducta permanente, el deseo de paz mezclado con la fuerza de aceptar conflictos interminables e irresolubles.
La sigla A.E.I.O.U., de la que existen también posteriores interpretaciones menos respetuosas, se ha convertido en una cifra de la posmodernidad, el emblema de una inadecuación y de una defensa oblicua que caracterizan nuestro yo desequilibrado y humilde. Aquella enorme y arrolladora táctica de supervivencia, que tantas veces me ha parecido un escudo poco vistoso pero no menos protector que el de Ayax, se me presenta también esta noche en su coriácea aridez; una sabiduría llena de dignidad y de ironía, a la que, no obstante, se le niega, por un pelo, la revelación de las cosas últimas, aquel amor que crea y que redime, que canta el Veni Creator Spiritus.
Este crepúsculo danubiano, del que el A.E.I.O.U. es la enseña cargada de gloria y de ocaso, posee una desolación continental, la opacidad de las llanuras y de los edificios estatales que refuerza una vasta monotonía de la vida y hace sentir la nostalgia del mar, de sus infinitas variaciones, de su viento que da alas. Bajo el cielo continental sólo existe el tiempo, su repetición insistente como los ejercicios matutinos en el patio de un cuartel, su prisión. [...] El título azul sobre la portada blanca atrae, en este momento, no por el análisis de la cuestión danubiana sino por el otro azul que sugiere, por el reclamo del mar. También el ocre y el amarillo anaranjado de los edificios danubianos, con su tranquilizadora y melancólica simetría, son un color de mi vida, el color de la frontera, del límite, del tiempo [...]
Desde la prisión continental del tiempo se sueña, comprensiblemente, con la libertad marina de lo eterno, como Slataper, mientras leía y estudiaba el gran rigor de Ibsen, soñaba de cuando en cuando con los espacios abiertos de Shakespeare. No sería desagradable, en este momento, que resultara repentinamente verosímil la antigua e infundada hipótesis referida en la pág. 250 del libro "El mar Adriático descrito e ilustrado" (Zara, 1840) del doctor Guglielmo Menis, consejero del Gobierno de Su Majestad, protomédico y asesor de sanidad para Dalmacia: "Acreditados escritores pretendieron, como dice Plinio, que el río Quieto es el Ister, afluente del Danubio, por le que penetró en el Adriático la nave Argos, procedente de Colco."
El Quieto desemboca en el Adriático por la costa de Istria, cerca de Cittanova. Si se pudiera dar crédito a los acreditados escritores, yo, en lugar de ir al Banato, como los colonos suevos en los "cajones de Ulm" descendería hacia el mar, hacia las islas del Adriático, hacia los lugares en los cuales, por algún instante, me ha parecido que la novela de episodios iniciada por el Big Bang no pertenece a una adocenada literatura de subgéneros y que es posible aceptar el nacimiento y la muerte. Cuando se es Zeno o el hombre si atributos se sabe perfectamente que la partida, por muy agradables que puedan ser algunos de sus movimientos, no merece ser jugada. No vale la pena escandalizarse, e incluso es obligatorio simular una absoluta indiferencia, pero el color ocrehabsbúrguico del tiempo sugiere, con discreción, que tal vez habría sido mejor que las descaradas moléculas de hidrocarburos no hubieran puesto en marcha, con su incauto libertinaje, toda esta historia.
Los hombres sin atributos, los ulises sentimentales de la biblioteca, llevan siempre anticonceptivos en el bolsillo y la cultura mitteleuropea, en su conjunto, también es una grandiosa contracepción intelectual. En el épico mar, por el contrario, nace Afrodita, y allí conquistamos - escribe Conrad - el perdón de nuestros pecados y la salvación del alma inmortal, y recordamos que hemos sido dioses.
El atardecer es frío y silencioso, algunos niños que arrastran trineos no rompen la soledad y el desierto de las calles, su grave melancolía continental. Sobre el Friedrichstor de Linz campean las famosas siglas sibilinas que el emperador Federico III, muerto probablemente a poca distancia de allí, en el nº 10 de la Ciudad Vieja adornada con mudos palacios y severos símbolos, hacía imprimir en sus objetos y en sus edificios: A.E.I.O.U., tal vez Austriae est imperare orbi universo, o bien Austria erit in orbe ultima. Este imperio que se extendía hasta los confines del mundo y del tiempo ya se le antojaba al propio Federico asediado por la decadencia y doblegado por las derrotas, hasta el punto de que en su diario se lamentaba de que el estandarte de Austria no resultara victorioso e intentaba frenar las dificultades con esa estrategia de la elusión y de la inmovilidad que, con los siglos, se convertiría en la grandiosa estática de los Habsburgo exaltada por Grillparzer y por Werfel, la repugnancia por la acción, el pathos defensivo de quien tiende no a vencer sino a sobrevivir y no ama las guerras porque sabe, como sabía Francisco José, que las guerras se pierden.
Fallecido en 1493, Federico III, observa Adam Wandruszca, presenta ya los típicos rasgos canonizados más adelante por el mito Habsbúrguico: La simbiosis de ineptitud y sabiduría, la incapacidad de actuar que se convierte en sagaz prudencia y en previsora estrategia, la vacilación y la contradicción elevadas a línea de conducta permanente, el deseo de paz mezclado con la fuerza de aceptar conflictos interminables e irresolubles.
La sigla A.E.I.O.U., de la que existen también posteriores interpretaciones menos respetuosas, se ha convertido en una cifra de la posmodernidad, el emblema de una inadecuación y de una defensa oblicua que caracterizan nuestro yo desequilibrado y humilde. Aquella enorme y arrolladora táctica de supervivencia, que tantas veces me ha parecido un escudo poco vistoso pero no menos protector que el de Ayax, se me presenta también esta noche en su coriácea aridez; una sabiduría llena de dignidad y de ironía, a la que, no obstante, se le niega, por un pelo, la revelación de las cosas últimas, aquel amor que crea y que redime, que canta el Veni Creator Spiritus.
Este crepúsculo danubiano, del que el A.E.I.O.U. es la enseña cargada de gloria y de ocaso, posee una desolación continental, la opacidad de las llanuras y de los edificios estatales que refuerza una vasta monotonía de la vida y hace sentir la nostalgia del mar, de sus infinitas variaciones, de su viento que da alas. Bajo el cielo continental sólo existe el tiempo, su repetición insistente como los ejercicios matutinos en el patio de un cuartel, su prisión. [...] El título azul sobre la portada blanca atrae, en este momento, no por el análisis de la cuestión danubiana sino por el otro azul que sugiere, por el reclamo del mar. También el ocre y el amarillo anaranjado de los edificios danubianos, con su tranquilizadora y melancólica simetría, son un color de mi vida, el color de la frontera, del límite, del tiempo [...]
Desde la prisión continental del tiempo se sueña, comprensiblemente, con la libertad marina de lo eterno, como Slataper, mientras leía y estudiaba el gran rigor de Ibsen, soñaba de cuando en cuando con los espacios abiertos de Shakespeare. No sería desagradable, en este momento, que resultara repentinamente verosímil la antigua e infundada hipótesis referida en la pág. 250 del libro "El mar Adriático descrito e ilustrado" (Zara, 1840) del doctor Guglielmo Menis, consejero del Gobierno de Su Majestad, protomédico y asesor de sanidad para Dalmacia: "Acreditados escritores pretendieron, como dice Plinio, que el río Quieto es el Ister, afluente del Danubio, por le que penetró en el Adriático la nave Argos, procedente de Colco."
El Quieto desemboca en el Adriático por la costa de Istria, cerca de Cittanova. Si se pudiera dar crédito a los acreditados escritores, yo, en lugar de ir al Banato, como los colonos suevos en los "cajones de Ulm" descendería hacia el mar, hacia las islas del Adriático, hacia los lugares en los cuales, por algún instante, me ha parecido que la novela de episodios iniciada por el Big Bang no pertenece a una adocenada literatura de subgéneros y que es posible aceptar el nacimiento y la muerte. Cuando se es Zeno o el hombre si atributos se sabe perfectamente que la partida, por muy agradables que puedan ser algunos de sus movimientos, no merece ser jugada. No vale la pena escandalizarse, e incluso es obligatorio simular una absoluta indiferencia, pero el color ocrehabsbúrguico del tiempo sugiere, con discreción, que tal vez habría sido mejor que las descaradas moléculas de hidrocarburos no hubieran puesto en marcha, con su incauto libertinaje, toda esta historia.
Los hombres sin atributos, los ulises sentimentales de la biblioteca, llevan siempre anticonceptivos en el bolsillo y la cultura mitteleuropea, en su conjunto, también es una grandiosa contracepción intelectual. En el épico mar, por el contrario, nace Afrodita, y allí conquistamos - escribe Conrad - el perdón de nuestros pecados y la salvación del alma inmortal, y recordamos que hemos sido dioses.
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