Otra pequeña entrevista que deseo guardar. Sacada de ABC.
Encuentro a Claudio Magris en
la Universidad y nos vamos al San Marcos, el café donde comienza
precisamente uno de sus mejores libros: «Microcosmos». Allí, il
professore, como todos le llaman en Trieste, tiene reservada una mesa
que se conserva invariablemente vacía hasta que éste, a cualquier hora
del día, llega, se sienta y trabaja. Los camareros lo saludan y le traen
aceitunas, café, pan. Él devuelve el saludo y me invita. Por cada
pregunta que hago, Magris estira la mano y coge una aceituna. Una
pregunta, una aceituna, me dice. Las aceitunas son como la vida, vuelve a
decirme: si las exprimes mucho, se secan. Y sonríe.
- Tanto en «El Danubio» como en otros de sus libros aparece
siempre un análisis sobre el totalitarismo, la relación entre identidad
y violencia, el fascismo. ¿Su literatura es una reflexión sobre esas
cuestiones?
- Creo que sí, al menos una buena parte de ella.
Es por eso por lo que, para mí, en ese sentido, la ironía juega un
enorme papel. Es importante creer firmemente en algo sin fanatismos;
amar algo sin hacer de ello un ídolo. Eso quiere decir que la ironía es
realmente el sentimiento de relatividad, y por eso, también, una
liberación de la angustia. Los totalitarismos de cualquier índole, no
sólo los de carácter político, se presentan con la pretensión de lo
absoluto. Y creo que no puede haber nada absoluto en la Tierra. En
muchos de mis relatos abordo ese tema, el tema de la ceguera de quienes
transforman algo real, histórico, en algo absoluto, destruyendo de ese
modo la vida y destruyéndose a sí mismos. En mi novela «Otro mar», por
ejemplo, se trata de un engaño individual; en «Conjeturas sobre un
sable», de un autoengaño colectivo y político. Ésta es también una
metáfora y una parábola de la ceguera de la derecha política, de la
reacción.
- En una entrevista reciente, usted mencionaba que
entre la literatura de Italo Svevo y la suya hay puntos de contacto.
¿Cuáles son las cercanías entre el autor de «La conciencia de Zeno» y su
obra?
- Esa pregunta resulta difícil de responder. Italo Svevo es tan grande y profundo que uno tendría que pasar horas hablando de su
obra. Él consiguió ocultar tan bien esa profundidad que todavía no hay
suficientes lectores capaces de captar esa grandeza. Afirmo que Svevo es
mucho más difícil que Joyce, no en el lenguaje, sino en la profundidad de la comprensión. Cuando
Molly Bloom comete errores en esos parlamentos suyos que mueven a la
risa, deformando las palabras y otorgándoles connotaciones sexuales,
resulta quizás difícil interpretar la palabra aislada, pero Molly dice
lo que esperamos que diga, ya que sabemos que es una persona inculta y
piensa casi sólo en el sexo. Cuando Svevo habla de los cigarrillos,
podemos creer en un primer momento que en realidad sólo habla de
cigarrillos, aunque esté aludiendo a la insondable profundidad de la
vida y del inconsciente. Lo que me fascina de él es esa intuición del
abismo. En su obra tenemos esa intuición formidable: mientras que en el
pasado el hombre corría el riesgo de no ser feliz, para el hombre
moderno el problema se agrava. Ahora corre el riesgo de no ser capaz de
desear la felicidad. Es decir, ya no se trata de no ser amado, sino de
algo más trágico: no ser capaz de amar. De ese modo se explica cierta
estrategia en las novelas de Svevo: la de no alcanzar a Ada, la mujer
amada, para no ser amado por ella, ya que sería terrible no estar a la
altura de ese amor.
- Dos de los conceptos que usted ha
utilizado con mayor frecuencia son los de utopía y desencanto. Más allá
del territorio político que enmarcan, ¿podemos utilizarlos también para
pensar la literatura, las estrategias que traza un escritor frente a su
contemporaneidad?
- Por supuesto, la utopía que se ve a sí
misma como solución final es falsa, lo mismo en el terreno social que en
el individual. Y el desencanto no es una razón para no querer cambiar
el mundo, sino al contrario. Sancho Panza como un necesario complemento
de Don Quijote, y viceversa. De ahí proviene mi rechazo a todos los que
exigen que el mundo, la revolución, la revolución total, se haga
realidad mañana mismo. Entonces, si la revolución no llega, son esos
mismos los que se convierten en reaccionarios y ni siquiera buscan ya
mejorar un poco una pequeña escuela o algo por el estilo. En la Italia
de hoy, casi todos los revolucionarios extremistas del pasado son ahora
adeptos a Berlusconi. Esto es válido también para la vida, para la
utopía de la vida verdadera, si así lo prefiere. La pretensión de vivir,
dice Ibsen, es megalomanía. Claro que Ibsen pretendía que se intentara
vivir de manera auténtica, pero quería decir que sólo si se sabe cuán
difícil es el camino hacia la vida verdadera, puede uno tener esperanzas
de acercarse aunque sea un poco a ella.
- Ahora que hablamos de Berlusconi, ¿tuvo alguna vez Claudio Magris alguna responsabilidad política en Italia?
- Siempre
me ha interesado la política, pero casi en contra de mi voluntad. Me
interesa más el mar que la política. Pero sé también que para que todos
puedan venir al mar es preciso interesarse por la política. Es decir,
para mí la política, en un sentido existencial, tiene una dimensión
ética, aunque por supuesto también tengo un gran interés cultural e
intelectual por la política. Y todo lo que tiene que ver con la moral
constituye para mí un mandamiento, aunque incómodo. Es decir, si ahora
alguien intentara asesinar a un niño, no estaría en condiciones de
seguir hablando de mis libros, tendría que intervenir. Pero, primero,
espero que eso no suceda nunca; y segundo, me sentiría muy feliz si
fuera otro el que salvara a ese niño.
- El mundo político es
también un mundo moral, ha reconocido usted. Para un escritor que
alguna vez ha estado en política, ¿dónde se ubican esas fronteras?
¿Existen dentro de la literatura?
- Es preciso diferenciar
muy claramente entre las distintas situaciones en las que se toma la
pluma, que es, para nosotros los escritores, nuestra única arma. Claro
que, a veces, del compromiso moral surge una gran literatura. Diría
incluso que esto sucede con suma frecuencia. Basta pensar en Dante o en
otros escritores formidables de nuestra época. Pero la literatura tiene
sus propias leyes, y esas leyes no deben ser sacrificadas a la moral. Si
pretendo escribir algo que corresponda a la verdad y tengo la sensación
de que esa escritura tendrá consecuencias negativas para un ser humano,
debería renunciar a escribirlo, pero lo que no puedo hacer es alterar
la escritura, la verdad. A veces surgen grandes contradicciones. Uno
desea añadirle algo a un texto de ficción por razones morales o
políticas, pero no funciona. Lo mismo sucede cuando se implanta un
órgano y el cuerpo no lo acepta, lo rechaza. En ese sentido, estimo
mucho a Ernesto Sábato, que en una época se ocupó de los
«desaparecidos». Durante años renunció a su labor literaria para buscar a
esas personas, para investigar cómo y dónde estaban. Pero Sábato es
también el autor de «Sobre héroes y tumbas», que desciende a lo
profundo, a los abismos, a las tinieblas del inconsciente y del mal. Y
para ello estableció de manera muy honesta una diferencia entre dos
mundos, dos tipos de escritura, la diurna y la nocturna. En cierta
ocasión, le dije que cuando estaba sumergido en esas profundidades había
descubierto que dos más dos eran cuatro, aunque también podían ser seis
o diez, y que resultaba poco importante cuánto sumaban en realidad, ya
que, cuando se regresa a la superficie, ese «saber» no representa una
ventaja...