En este Lager, que no es de los peores, murieron más de 110000 personas. La imagen más terrible, más aún quizás que la de la cámara de gas, es la gran plaza en la que los prisioneros eran reunidos y alineados para la llamada. La plaza está vacía, soleada y sofocante. Nada mejor que este vacío para explicar la imposibilidad de representar lo que sucedió entre estas piedras. Al igual que el rostro de la divinidad en las religiones que prohíben dibujar su imagen, el exterminio y la abyección absolutos no me dejan describir, no se prestan al arte y la fantasía, a diferencia de las hermosas formas de los dioses griegos. La literatura y la poesía nunca han conseguido representar de forma adecuada este horror; Hasta las mejores páginas palidecen ante el desnudo documento de esta realidad, que sobrepasa cualquier imaginación. Ningún escritor, ni el más grande, puede competir desde su mesa con el testimonio, con la transcripción fiel y material de los hechos ocurridos entre los barracones y las cámaras de gas. Sólo quien ha estado en Mauthausen y Auschwitz puede intentar explicar aquel horror radical […]
Es posible que los testimonios más próximos a esa realidad tampoco los hayan escrito las víctimas, sino los verdugos, Eichmann o Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz – probablemente porque, para explicar lo que era aquel infierno, sólo cabe citar al pie de la letra, sin comentarios y sin humanidad -. Un hombre que lo cuente con ira o con piedad lo embellece sin querer transmite a la página una carga espiritual que atenúa, en el lector, el choque de esa monstruosidad. […]
El libro más grande de los Lager lo escribió, en las semanas que transcurren entre su condena a muerte y su ahorcamiento, Rudolf Höss. Su autobiografía, Comandante en Auschwitz, es el relato objetivo, imparcial y fiel de las atrocidades que sobrepasan cualquier medida humana, haciendo intolerables la vid y la realidad, y que deberían sobrepasar y por tanto impedir también su representación, la mima posibilidad de contarlas. En las páginas de Höss el exterminio parece narrad por el Dios de Spinoza, por una naturaleza indiferente al dolor, a la tragedia y a la infamia; Su pluma registra imperturbable lo que ocurre, la ignominia y la vileza, los episodios de bajeza y de heroísmo entre las víctimas, las dimensiones monstruosas de la masacre, la grotesca solidaridad automática que se crea por un instante, bajo las bombas, entre verdugos y perseguidores. […]
Desciendo la Escalera de la Muerte, que conducía a la bodega de piedra de Mauthausen. Sobre estos 186 elevados peldaños los esclavos transportaban piedras, caían por el cansancio o porque los SS les hacían tropezar y rodar bajo las piedras, eran abatidos a palos o a tiros. Los peldaños son bloques desiguales y empinados, el sol abrasa; La masacre está todavía próxima, acuden a la memoria divinidades arcaicas ávidas de sacrificios humanos, las pirámides de Teotihuacan y los ídolos aztecas, aunque unos dioses más modernos y civiles no hayan impedido que los torturadores sigan torturando. El libro de Höss es terrible – terriblemente instructivo – porque su épica concatenación de los hechos muestra cómo en la mecánica rueda de las cosas las personas pueden llegar, un paso tras otro, a convertirse no sólo en guardias urbanos o cocineros del ejército del Tercer Reich, comparsas del horror, sino incluso en campeones y directores del exterminio, comandantes de Auschwitz. […]
Pero sobre estos peldaños el individuo también ha sabido hacerse único e imborrable, mayor que Héctor ante las murallas de Troya. Aquella joven que, bajo el umbral de la cámara de gas de Auschwitz, se vuelve hacia Höss y le dice despreciativa- como él mismo cuenta – que no ha querido que la seleccionaran, como habría podido hacer, para seguir a los niños que le habían sido confiados, y luego entra segura con ellos en la muerte, es la prueba de la increíble resistencia que el individuo puede oponer a lo que amenaza con aniquilar su dignidad, su significado. En los diferentes Lager y también sobre esta escalera de Mauthausen se han producido muchas de estas gestas, de estas Termópilas que detienen la marea de la abyección.
Mientras permanezco en la escalera, tengo ante mis ojos una fotografía de las muchas que he visto poco antes en el Lager. Es la fotografía de un hombre sin nombre, por el aspecto probablemente un balcánico, un europeo sudoriental. El rostro está desfigurado por los golpes, los ojos son dos grumos hinchados y ensangrentados, la expresión es paciente, de humilde y sólida resistencia. Viste una chaqueta remendada, en los pantalones se ven unos parches cosidos con cuidado, con amor al decoro y la limpieza. Ese respeto de sí mismo y de la propia dignidad, mantenido en el corazón del infierno y dirigido incluso hacia sus propios pantalones andrajosos, hace que los uniformes de las SS, o de las autoridades nazis que visitaban el Lager, se perciban en todo su miserable travestismo carnavalesco, trajes alquilados en el monte de piedad, con la convicción de que un baño de sangre conseguiría hacerlos durar un milenio. Duraron 12 años, menos que el viejo anorak que suelo llevar cuando viajo.
Es posible que los testimonios más próximos a esa realidad tampoco los hayan escrito las víctimas, sino los verdugos, Eichmann o Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz – probablemente porque, para explicar lo que era aquel infierno, sólo cabe citar al pie de la letra, sin comentarios y sin humanidad -. Un hombre que lo cuente con ira o con piedad lo embellece sin querer transmite a la página una carga espiritual que atenúa, en el lector, el choque de esa monstruosidad. […]
El libro más grande de los Lager lo escribió, en las semanas que transcurren entre su condena a muerte y su ahorcamiento, Rudolf Höss. Su autobiografía, Comandante en Auschwitz, es el relato objetivo, imparcial y fiel de las atrocidades que sobrepasan cualquier medida humana, haciendo intolerables la vid y la realidad, y que deberían sobrepasar y por tanto impedir también su representación, la mima posibilidad de contarlas. En las páginas de Höss el exterminio parece narrad por el Dios de Spinoza, por una naturaleza indiferente al dolor, a la tragedia y a la infamia; Su pluma registra imperturbable lo que ocurre, la ignominia y la vileza, los episodios de bajeza y de heroísmo entre las víctimas, las dimensiones monstruosas de la masacre, la grotesca solidaridad automática que se crea por un instante, bajo las bombas, entre verdugos y perseguidores. […]
Desciendo la Escalera de la Muerte, que conducía a la bodega de piedra de Mauthausen. Sobre estos 186 elevados peldaños los esclavos transportaban piedras, caían por el cansancio o porque los SS les hacían tropezar y rodar bajo las piedras, eran abatidos a palos o a tiros. Los peldaños son bloques desiguales y empinados, el sol abrasa; La masacre está todavía próxima, acuden a la memoria divinidades arcaicas ávidas de sacrificios humanos, las pirámides de Teotihuacan y los ídolos aztecas, aunque unos dioses más modernos y civiles no hayan impedido que los torturadores sigan torturando. El libro de Höss es terrible – terriblemente instructivo – porque su épica concatenación de los hechos muestra cómo en la mecánica rueda de las cosas las personas pueden llegar, un paso tras otro, a convertirse no sólo en guardias urbanos o cocineros del ejército del Tercer Reich, comparsas del horror, sino incluso en campeones y directores del exterminio, comandantes de Auschwitz. […]
Pero sobre estos peldaños el individuo también ha sabido hacerse único e imborrable, mayor que Héctor ante las murallas de Troya. Aquella joven que, bajo el umbral de la cámara de gas de Auschwitz, se vuelve hacia Höss y le dice despreciativa- como él mismo cuenta – que no ha querido que la seleccionaran, como habría podido hacer, para seguir a los niños que le habían sido confiados, y luego entra segura con ellos en la muerte, es la prueba de la increíble resistencia que el individuo puede oponer a lo que amenaza con aniquilar su dignidad, su significado. En los diferentes Lager y también sobre esta escalera de Mauthausen se han producido muchas de estas gestas, de estas Termópilas que detienen la marea de la abyección.
Mientras permanezco en la escalera, tengo ante mis ojos una fotografía de las muchas que he visto poco antes en el Lager. Es la fotografía de un hombre sin nombre, por el aspecto probablemente un balcánico, un europeo sudoriental. El rostro está desfigurado por los golpes, los ojos son dos grumos hinchados y ensangrentados, la expresión es paciente, de humilde y sólida resistencia. Viste una chaqueta remendada, en los pantalones se ven unos parches cosidos con cuidado, con amor al decoro y la limpieza. Ese respeto de sí mismo y de la propia dignidad, mantenido en el corazón del infierno y dirigido incluso hacia sus propios pantalones andrajosos, hace que los uniformes de las SS, o de las autoridades nazis que visitaban el Lager, se perciban en todo su miserable travestismo carnavalesco, trajes alquilados en el monte de piedad, con la convicción de que un baño de sangre conseguiría hacerlos durar un milenio. Duraron 12 años, menos que el viejo anorak que suelo llevar cuando viajo.
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