Despertamos pronto para ir a desayunar y poder visitar con calma la abadía. El desayuno fue de lo más correcto, por más que peculiar, tratando de averiguar qué eran muchas de las cosas que nos servían. Los letreros en alemán no ayudan mucho en esto. Barnabas optó por inflarse de embutidos, que era algo seguro en cuanto a sabor, yo provoqué una fuerte mengua de mermelada de albaricoque, producto típico local, y Eli... bueno, Eli comió alguna cosilla. No me entretendré en hablar de la visita a la abadía, pues ya he relatado algunas cosas, pero baste saber que me encantó y desde luego reemprendí el viaje con cierta nostalgia, en parte por estar alcanzándose ya el final y en parte por el precioso lugar que dejaba atrás. Vida tranquila dedicada al trabajo en el campo y cuantos libros pueda soñar. De no ser por lo del celibato, es el tipo de vida ideal.
Pero el viaje es el viaje, así que descendimos al pueblo, rodeamos la abadía, atravesamos el puente y proseguimos etapa por el margen izquierdo. Esta etapa no ofrece nada en particular salvo un par de cosas: La primera, que se atraviesa el pequeño pueblecito de Willendorf. Para cualquier aficionado a la arqueología esto debería ser una especie de peregrinación a uno de los lugares marcados en rojo fluorescente en los libros de prehistoria, famoso por la Venus hallada casi única en su género. La realidad resulta algo decepcionante, pero más por las ilusiones que uno pudiere haber puesto en su visita que por lo que resulta el pueblo en sí. Nos llamó la atención lo reducido de sus dimensiones y la rareza de sus gentes, que ponen a disposición del viajero botellas de licor con vasitos en alacenas perfectamente al alcance, y a precios escanadalosamente asequibles. Dan por descontada la honradez de los viajeros, pero a estas alturas del viaje esto ya no constituía motivo de admiración. Bello país este, y digno de confianza.
La segunda cosa interesante es de tipo paisajista, y lo constituyen las extensiones de viñas hasta donde se alcanza la vista, ricos vergeles cargados de uva de delicioso aspecto, lugares magníficos donde parar un rato a la sombra de los pámpanos para reposar un rato. Por doquiera que íbamos, campos y campos de vides y bodegas donde se ofrecen vinos a buen precio. Sólo por falta de espacio en las alforjas obviamos una parada en la primera bodega para degustar y llevarnos algunas botellas.
Finalizamos etapa en la ciudad de Krems und Stein. En realidad son 2 ciudades unidas, diciendo los lugareños, medio en broma medio en serio, que son 3 ciudades: Krems, Stein y "Und". Llegamos a media tarde con ritmo tranquilo, sorprendiéndonos al llegar las calles de corte medieval de Stein, prácticamente vacías, decoradas con banderolas y estandartes realzando aún más si cabe su aspecto del medioevo. Al no disponer de alojamiento no nos quedó más remedio que llegarnos hasta la oficina de turismo en Krems, una ciudad más convencional, donde por el módico precio de 3 euros nos encontraron un bed&breakfast en las afueras. Lamentamos al principio la elección, pues estaba más bien lejos, pero fue de las mejores decisiones que hayamos tomado nunca. Para comenzar porque el lugar era mágico, un caserón del siglo XIII que aún servía de bodega, clavado enmedio de viñedos, absolutamente idílico. Nada más llegar tuvimos ciertas dificultades, pues aunque cueste de creer nadie había en recepción, y quien salió a darnos la bienvenida fue un tipo muy simpático que después averiguamos era el dueño, Herr Zöhrer, que en un horrible inglés pero con una sonrisa embriagadora nos ofreció agua, las llaves de la habitación y un torrente de palabras de bienvenida en alemán que lógicamente no entendimos. La estancia en esta casa fue magnífica pese a la manera tan particular y bohemia de llevar el establecimiento que pudimos comprobar las horas siguientes, y a que nadie allí hablaba inglés o cualquier lengua latina, pero supieron hacerse entender siemrpe.
http://www.zoehrer.at
Nada especial que reseñar de Krems. A las 19:00 horas resultó imposible encontrar un lugar donde comer algo, ni siquiera un kebab. Paseamos por el pueblo y compramos una pizza, por señas, en un puesto de reparto a domicilio que vimos abierto. Nos dijeron, o creímos entender, que debían entregárnosla en alguna dirección. Les pedimos que nos llevaran el encargo a la calle, "strasse", justo delante del establecimiento donde había un banco para sentarnos. Y allí nos lo comimos. Delicioso.
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