Por la noche llovió en Tulln. Siempre se duerme bien cuando fuera llueve, y viendo que la etapa no podría hacerse a pedales salvo que nos sobreviniera un ataque de loca inconsciencia, optamos por no madrugar. No valía la pena. Nos desperezamos lentamente, desayunamos nuestra buena ración de marille y con las capelinas puestas pedaleamos hasta... la estación de tren. Barnabas nos hizo esperar, como es costumbre, pero en esta ocasión no importaba demasiado. No había prisa. Era la última etapa, y debíamos llegar a Klosterneuburg para devolver nuestras bicis, lo cual se traduce en unos 10 minutos de espera en el andén y un trayecto de escasa media hora total. Algo mojados, un tanto fríos y bastante perdidos por cuanto en este dichoso país tienen por costumbre desconocer el idioma universal del inglés.
Ofrecíamos una curiosa estampa en el tren con las capelinas puestas y la bici apoyada como podíamos en los asientos mientras ante nuestros ojos desfilaban los paisajes donde Konrad Lorenz disfrutó con sus ocas y gansos, paisajes que merecen un lugar en la historia de la ciencia tanto como el pequeño pueblo de Willendorf por donde habíamos pasado. Vieja nostalgia en paisajes nuevos, conocida añoranza de finales de viaje que se repetía una vez más.
Pronto llegamos a nuestro destino, aunque no pudimos visitarlo dada la intensa lluvia que caía. En este país, cuando llueve, lleve fuerte. Así que un chocolate de máquina bien calentito y hacia Viena. Barnabas se quejó un poco porque tuvo que pagar billete también para la bicicleta.
En Viena (Wien), ya fue otra historia. Sufrimos para encontrar el hotel. Es una ciudad enorme, aún más magnificada por cuanto el paisaje que habíamos visto hasta ahora eran pueblos pequeños, hermosos, que en pocas zancadas o pedaladas podíamos recorrer sin dificultades. Eli y yo, despojados de nuestras bicis, debíamos arrastrar el equipaje y cuidar de que Barnabas no tuviera dificultades con la bici. Y esto, cuando llueve, no es facil. La mayor sorpresa la tuvo el buenazo de Barnabas, pues pronto descubrió los inconvenientes de traer su propia bicicleta desde Barcelona: Ha de encontrar un envoltorio para poderla facturar en el aeropuerto. La fortuna parecía sonreírle, pues justo al lado del hotel hay 2 tiendas de bicicletas. La fortuna en realidad lo que hacía era pisarle el hígado, pues no contó con los horarios centroeuropeos que hacen que un sábado a las 12:00 horas TODOS los comercios cierren (salvo supermercados y parecidos, claro...), así que cuando acabamos de desempacar en la habitación del hotel, se encontró descompuesto y sin caja.
Pobre. La visita a una de las más hermosas ciudades de la cristiandad supuso para él una simple y futil pateada, pues no contempló apenas la catedral, los palacios, la ópera ni casi ninguno de los bellísimos edificios que allí había, pues mente y globos oculares los tenía dispuestos y preparados para localizar en cualquier esquina una posible tienda de bicicletas en donde pedir, ni que fuera pagando, una caja para la bici.
Resolvimos el problema más por azar que por buscar. Al lado de la estación donde están los trenes hacia el aeropuerto había varias cajas para bicis, abandonadas seguro por otros viajeros con viajes similares al nuestro. Algo mojadas, eso sí. Bastante malolientes y hasta rellenas de basura. Pero cajas al fin y al cabo. Sin grandes taras ni pegas que no pudieran arreglarse con algo de cinta americana, un ventilador toda la noche para secarla al máximo y grandes dosis de buena voluntad.
Aún así la visita la pudimos disfrutar. Al menos Eli y yo. Y como tenemos gustos algo raros invertimos buena parte de la tarde en ver la universidad de Viena, un edificio precioso con buenas dosis de historia tras sus muros que tratan de no olvidar exponiendo un busto de cada profesor importante (o alumno) que por allí hubiera pasado. Había muchísimos. De mi formación médica pude identificar muchos nombres, pero Eli prefirió fotografiarse con uno de sus ídolos: Schrödinger. Por supuesto, visitamos también la "Lunatics Tower", el antiguo hospital para enfermos mentales de Viena. Nada que ver con Freud. Faltaría más.
Y para concluir la velada, y porque las penas con chocolate son menos, nos permitimos degustar una Sachertorte en el mismísimo hotel Sacher, con su parafernalia de etiqueta, su torta celebérrima y su chocolate a la taza, no tan famoso pero igualmente delicioso.
Ofrecíamos una curiosa estampa en el tren con las capelinas puestas y la bici apoyada como podíamos en los asientos mientras ante nuestros ojos desfilaban los paisajes donde Konrad Lorenz disfrutó con sus ocas y gansos, paisajes que merecen un lugar en la historia de la ciencia tanto como el pequeño pueblo de Willendorf por donde habíamos pasado. Vieja nostalgia en paisajes nuevos, conocida añoranza de finales de viaje que se repetía una vez más.
Pronto llegamos a nuestro destino, aunque no pudimos visitarlo dada la intensa lluvia que caía. En este país, cuando llueve, lleve fuerte. Así que un chocolate de máquina bien calentito y hacia Viena. Barnabas se quejó un poco porque tuvo que pagar billete también para la bicicleta.
En Viena (Wien), ya fue otra historia. Sufrimos para encontrar el hotel. Es una ciudad enorme, aún más magnificada por cuanto el paisaje que habíamos visto hasta ahora eran pueblos pequeños, hermosos, que en pocas zancadas o pedaladas podíamos recorrer sin dificultades. Eli y yo, despojados de nuestras bicis, debíamos arrastrar el equipaje y cuidar de que Barnabas no tuviera dificultades con la bici. Y esto, cuando llueve, no es facil. La mayor sorpresa la tuvo el buenazo de Barnabas, pues pronto descubrió los inconvenientes de traer su propia bicicleta desde Barcelona: Ha de encontrar un envoltorio para poderla facturar en el aeropuerto. La fortuna parecía sonreírle, pues justo al lado del hotel hay 2 tiendas de bicicletas. La fortuna en realidad lo que hacía era pisarle el hígado, pues no contó con los horarios centroeuropeos que hacen que un sábado a las 12:00 horas TODOS los comercios cierren (salvo supermercados y parecidos, claro...), así que cuando acabamos de desempacar en la habitación del hotel, se encontró descompuesto y sin caja.
Pobre. La visita a una de las más hermosas ciudades de la cristiandad supuso para él una simple y futil pateada, pues no contempló apenas la catedral, los palacios, la ópera ni casi ninguno de los bellísimos edificios que allí había, pues mente y globos oculares los tenía dispuestos y preparados para localizar en cualquier esquina una posible tienda de bicicletas en donde pedir, ni que fuera pagando, una caja para la bici.
Resolvimos el problema más por azar que por buscar. Al lado de la estación donde están los trenes hacia el aeropuerto había varias cajas para bicis, abandonadas seguro por otros viajeros con viajes similares al nuestro. Algo mojadas, eso sí. Bastante malolientes y hasta rellenas de basura. Pero cajas al fin y al cabo. Sin grandes taras ni pegas que no pudieran arreglarse con algo de cinta americana, un ventilador toda la noche para secarla al máximo y grandes dosis de buena voluntad.
Aún así la visita la pudimos disfrutar. Al menos Eli y yo. Y como tenemos gustos algo raros invertimos buena parte de la tarde en ver la universidad de Viena, un edificio precioso con buenas dosis de historia tras sus muros que tratan de no olvidar exponiendo un busto de cada profesor importante (o alumno) que por allí hubiera pasado. Había muchísimos. De mi formación médica pude identificar muchos nombres, pero Eli prefirió fotografiarse con uno de sus ídolos: Schrödinger. Por supuesto, visitamos también la "Lunatics Tower", el antiguo hospital para enfermos mentales de Viena. Nada que ver con Freud. Faltaría más.
Y para concluir la velada, y porque las penas con chocolate son menos, nos permitimos degustar una Sachertorte en el mismísimo hotel Sacher, con su parafernalia de etiqueta, su torta celebérrima y su chocolate a la taza, no tan famoso pero igualmente delicioso.
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