26/08/2012
Es domingo, hay
algunas nubes en un cielo gris que alterna con azules profundos, la temperatura
es suave y hasta agradable, y resuenan las campanas en el pueblo. Sonidos de
campanas, como los de antes. Sencillos y rítmicos, suaves en una distancia no
muy lejana y dulces como un beso robado. Hay días que merece la pena despertar,
y pasearse lentamente por un pueblo pequeño y pintoresco clavado en medio de
ninguna parte especial, sin turistas ni aglomeraciones. Se vislumbran nubes en
el horizonte y quizá algún chaparrón ocasional. No nos importa. Estamos en
vacaciones y hay cosas que no merecen la pena pensarse, porque estropean el día.
Porque no valen la pena.
Con gran
parsimonia nos dirigimos a la plaza del pueblo, donde ya teníamos localizado un
supermercado que abre los domingos por la mañana. Y una panadería. Ningún
pueblo francés merece este nombre si no tiene una panadería abierta, aunque sea
domingo, festivo o sagrado. Cosa por cierto muy útil para un par de viajeros
despreocupados como nosotros. Tras arreglar algunas compras, básicamente el
desayuno que nos zampamos con calma en la misma plaza, al pie de las campanas,
y algo para la comida, nos ponemos en marcha. Con ganas de ver el río,
abandonamos territorio francés y nos dirigimos hacia la ciudad alemana de
Breisach, a pocos km. Ruta esta vez bien señalada y sin incidencias, que nos
permite por vez primera pasar por un puente sobre un Rhin ya bastante grande,
ancho, para el poco recorrido que llevamos hecho.
Nos sorprende ver que en el
lado alemán casi todas las tiendas y bares están abiertos, y no hubiese sido un
mal sitio para pararse y descansar, que el pueblo se nos revela bonito a su
manera, con decenas de caitas bien cuidadas, gente amable y un sitio en general
tranquilo. En lo alto de una loma un monasterio de recias paredes, pero de
bellas formas, parece controlar el paso del río y el devenir de la gente. Pero ya desayunados, damos un rápido vistazo y
proseguimos camino. Aquí nos volvemos a perder, pues la guía marca un recorrido
que no se corresponde con la realidad del trazado de las calles y el puerto
fluvial, pero la amabilidad de la gente, algo que nos habíamos de encontrar
decenas de veces en todo el viaje, nos reconduce a la ruta. Durante los
siguientes km el camino circula al lado del Rhin, en los diques de contención,
dejando la posibilidad de recorrerlo por la parte superior (a mi modo de ver más
bonito y de mejores vistas) o por la inferior, entre el dique y un canal
paralelo. Desde donde íbamos veíamos miles de pájaros revolotear por todas
direcciones, en el canal, en el río, en los bosques de alrededor. Parecía mentira
la cantidad de naturaleza que pueden conservar sin alterar sus propios modos de
vida en esta parte de Alemania.
Discurrimos así
durante varias horas, disfrutando del paisaje y de las maravillas naturales que
se pueden llegar a congregar sin provocar monotonía, solo dejándose llevar a
golpe de pedal km tras km, disfrutando de una ruta de una belleza desgarradora
(a lo que contribuye el día raro que nos esperaba, con nubes de tormenta en el
horizonte, en esos cielos de película que solo con este clima se suelen dar).
A
la altura de Schoenau abandonamos la pista de grava para adentrarnos en una
isla en medio del río. Hay ahí una presa que permite el tránsito por encima y
paramos a comer. El paisaje es casi virgen, y el río se deja llevar lento y
calmo, cual corriente de aceite. Al proseguir camino cruzamos a la orilla
izquierda. Creemos que en Francia lograremos precios más asequibles, y poder
tirar de documentos del país nos pensamos ha de ayudar también. Pero justo
cruzar una tormenta de verano nos atrapa en cuestión de segundos. Torrenciales lágrimas
nos llegan de todos lados, y ni siquiera unos árboles en el camino nos libran
de una humedad nada deseada.
Pasa rápido, cual era de esperar, pero arrecia
ahora el frío y flojean las ganas de continuar. Unos km de pedaleo hasta Rhinau
nos pone en contacto con el servicio de información de la comarca francesa por
la que discurríamos, y con una amabilidad impresionante encontramos alojamiento
en un pueblecito cercano llamado Boofzheim. Nombre nada francés, pero eso son
cosas de la historia y de las guerras de otro tiempo y de gente que cambió su nacionalidad según el
año en que vivía y según el ejercito que se aposentaba.
El alojamiento era muy
barato en una casa rural de la zona donde nos atendieron estupendamente . En el
pueblo no había grandes cosas para ver, pero con un restaurante con platos muy
sugerentes donde degustamos de las delicias de la región. Basicamente, de
tartes flambees (alias flammnkuchen) originales y tradicionales.
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