24/08/2013
El trayecto nocturno suele deparar variada fortuna para nosotros casi de forma habitual: Yo duermo como un lirón. A pierna suelta. Algo hay en ese traqueteo regularmente irregular que me motiva a partes iguales sopor y hambre, cosas ambas de las que puedo saciarme sin complejos y levantarme luego descansado y de buen humor. Eli, bueno, le va por ocasiones. En esta logró descansar a medias en parte por las preocupaciones inherentes a tener nuestras cosas desperdigadas por el vagón, expuestas a robos y tribulaciones varias, y en parte porque el tercer componente del equipo, alias Barnabas, tiene la cocina costumbre de no pegar ojo en los trenes. Y claro, le da por tocar las narices. Por entretenerse, imaginamos. Así que para no tener que levantarse él a comprobar el estado de las bicis pues despierta a la única persona a la que puede despertar para hacer estos menesteres sin exponerse a dos ostias bien dadas. Que es lo que le acontecería si por lo que fuese le daba por despertarme a mí de mi rico sueño. Se ha de añadir que además, en algún punto indefinido de la ruta (indefinido para mí, que no me enteré de nada) entró a nuestro departamento una familia con un niño pequeño. El problema de la criatura no fue el ruido, aunque Barnabas discutiría probablemente esto, sino que estaba cagado. Y no le limpiaron. Con lo cual el resultado era el olor a tigre del resto de seres que ahí estábamos tapado por el olor a excremento fresco que comenzaba a ponerse rancio. Maravillosa entrada en París. Afirmo.
En fin, eliminados los restos de la olorosa aventura nocturna de nuestras respectivas pituitarias (Eli aquí es algo más sensible que el resto y lo acusa más) procedemos a un desayuno rapidito y a dar unas cuantas pedaladas hacia la estación de Montparnasse. Como es casi madrugada para un francés normal, panda vagos que resultan casi todos, y encima en sábado, yo esperaba un paseo plácido por una ruta que ya me conozco, y listos. El GPS de Barnabas, curiosamente inútil en esta ciudad, fue desechado de forma democrática como medio de orientación parisina. Para aclararnos: 2 votos en contra, y uno a favor de utilizarlo. Conmigo las reglas democráticas se respetan y no como en Sicilia.
La mala sombra hizo que el recorrido no estuviera exento de problemas, pues los taxistas franceses pueden sin pudor competir en cafreces con los de Barcelona y Eli se dejó atropellar por uno a la salida de un semáforo. No se hizo nada, claro, aparte del susto, pero le quedó un regusto amargo y unas ganas de dar de leches a alguien que... Bueno, es que resulta raro que un taxista te atropelle y se vaya sin siquiera preguntar si estás bien o no, para más gloria del imperio además con un coche de la policía justo detrás que lo había visto todo. Y que tampoco dijo esta boca es mía, o como dicen por allí, "cette bouche est de mua". Supongo que los parisinos son así. Unos cabrones fachas desalmados. Más o menos. No estoy abierto a discusiones en este sentido, vista la experiencia.
Sin más contratiempos salvo la exasperante lentitud de 2 que yo me sé a la hora de saltarse los semáforos conseguimos llegar a Montparnasse. Y aburrirnos allí en espera de que nuestro tren, a Rennes, fuera anunciado en el panel, lo cual en Francia UNICAMENTE lo hacen a falta de 20 minutos para la salida del convoy. Ni un minuto antes. A veces algún minuto después, dependiendo de la mala leche del responsable. En esta ocasión tuvimos que correr para poder llegar, con el recochineo de que al llegar el picas local nos dice que no se pueden poner las bicis, porque no hemos reservado el espacio. COMORL???? Pero si al comprar los billetes nos dijeron que no había problema. Pues resulta que OUI, que problema y del gordo. Que nosotros vamos pero las bicis no. Que si queríamos, y cómo no íbamos a querer, podíamos preguntar si en primera clase había sitio. Eli, que habla francés, fue la designada para pegarse dos carreras al sprint para ir hasta el picas de primera clase y lograr sitio para las bicis. Lo cual logró a condición de pagar el suplemento para primera, y las bicis, claro, no faltaría más, no fuera que viajásemos de gorra. Pero 60 euros que nos costó la bromista del que nos vendió los billetes un mes antes.
Llegados a Rennes teníamos por fortuna una hora larga de espera al tren que nos tenía que llevar a Dol de Bretagne. Esto nos concede un tiempo precioso para dirigirnos a la SNCF no para ciscarnos en sus muertos por la bromita, sino para ver si a la vuelta, con billetes idénticos a esos que nos habían cortés pero contundentemetne rechazado, el problema iba a ser el mismo. Con el riesgo evidente de quedarnos atrapados en ese aprieto. Y efectivamente, un chaval la mar de amable nos confirma que nos han bien jodido, y que para arreglarlo lo llevamos chungo porque ese día en concreto medio país termina vacaciones y les da por regresar a todos a casa al mismo tiempo. Ocupando todos los huecos para bicis, por supuesto. Tras mucho dialogar, consultar, rogar y mirar todas las opciones habidas y por haber, logramos concretar un regreso dantesco a través de varios trenes y transbordos. Y sacrificando un día de viaje, porque no había más remedio. Menuda putada, pero pudimos solventar el entuerto. Por cierto, detallejo de los de resaltar: Fue a Eli a quien se le ocurrió la solución final, que si no aún estamos ahí mirando TGV con el chaval voluntarioso. Voluntarioso, pero poco aplicado, caramba, que ya se le podía haber ocurrido antes. Si lo miramos por el lado bueno, en todo el proceso y sin contar el sobrepago de la llegada en primera clase, nos devolvieron 25 euros. Quien no se consuela...
El resto de trayecto se completa sin problemas. Comemos algo, más picar que comer, y llegamos sin problemas a Dol de Bretagne. Tras el enésimo cruce de opiniones entre Barnabas y yo acerca de la ruta a seguir, con severo riesgo de "perder" el GPS en el proceso, procedemos a llegar hasta Mont Dol, a escasos 3 km, con un camino tranquilo y hermoso, a buscar nuestro hotel. El viento es de los que duelen. Duelen en las piernas, claro, porque es violento y de cara, haciendo que cada pedalada se note en un esfuerzo brutal, pero sin más incidencias dada la corta distancia encontramos el hotel y nos preparamos para el recorrido a Mont Saint Michel.
Este trayecto es largo y con ese viento se hace fatigoso. El camino se hace por carretera al principio y luego siguiendo la costa. Nuestro primer contacto con ella es repentino, pero feliz, mostrando una línea costera bien delimitada y realmente bonita. En las ocasiones en que el viento es a favor logramos un buen ritmo, pero en breve el camino se hace duro y sobretodo Eli comienza a flaquear. Lamentablemente, con el retraso que llevábamos por las malas comunicaciones no pudimos hacer más que tirar todo lo posible, y en un recodo del camino tomar una vía verde para acortar. A Barnabas no le gustan demasiado estas cosas, pues su hábitat natural es el asfalto y si se le mancha la bici de barro es capaz de matar, pero debo decir que la ruta era francamente acogedora. Si no fuera por las prisas y las reticencias Barnabasianas, muy digna de ser disfrutada con calma y en pedaleo tranquilo. Pero nosotros teníamos prisa, pues era cuestión de llegar a Saint Michel, visitarlo y regresar, y la distancia era grande.
Finalmente lo logramos. El monte era visible desde hacía varios Km pero no terminaba de llegar nunca. Se dejaba apreciar en la lejanía, aparecía y se volvía luego a esconder reapareciendo al poco rato tras alguna curva afortunada, cada vez más grande, más cercano, invitando a su contemplación progresiva y llenado el espacio con su sola presencia de belleza casi desgarradora. Hasta que llegamos a la presa donde se sitúa el centro de información. Ya sabíamos por haberlo leído antes de empezar el viaje que no se permite acceder al Monte por medios propios, salvo caminando, pero por si acaso preguntamos. Lo normal es que la gente deje el vehículo aparcado ahí mismo y tome una lanzadera gratuita hasta el monte. Pero eso, ah, eso no es Alemania y ahí los robos de bicis son algo tan normal como en este país nuestro algo más al sur, así que esta opción no era viable. Nos gustan nuestras bicis. Y no queremos que desaparezcan en manos desalmadas.
Curiosamente a las 18:00 la carretera deja de estar restringida y se permite a los ciclistas acceder al monte y a la abadía, así que esperamos, no mucho, hasta esa hora y fuimos tranquilamente. Sólo un par de kilómetros nos separaban de esa maravilla cuya portentosa silueta nos invitaba a acceder más y más rápido. Pero de haberlo sabido, ahí lo hubiera dejado. No hubiera ido más allá. Desde la lejana cercanía en al que hicimos las fotos de rigor era una visión increíble, con el mar lamiendo los muros del pueblo y la abadía y con el sol distante en la bahía dando al conjunto unos cambios de color y luz francamente embriagadores. Pero al llegar, ah, al llegar a los muros, qué decepción nos asaltó: Turistas a rebosar de cada pared y cada rincón, tiendas de recuerdos cutres made in China en cada calle, puestos de comidas rápidas de todos los países imaginables y culturas, y riadas y riadas de plebe impidiendo una visita plácida. En fin, que vista la masificación, el parque temático en que consistía todo y el poco placer así en general que la visita deparaba, no estuvimos mucho rato. Y emprendimos el regreso con las cabezas gachas, no sin antes darle un último vistazo desde la distancia, con el horizonte ya en un violeta descarnado pero igualmente bello con el sol cada vez más bajo en el límite de la bahía. Tal vez la turistada nos quitó el placer de la visita, pero esas vistas eran sólo nuestras. Muy pocos se dignaron a ir a donde estábamos para poderlas embeber.
Del resto, poco a comentar. Regresamos al hotel muertos de fatiga por el poderoso viento que nos acompañó todo el camino, siempre de cara, y con la dureza del regreso la cena y la ducha fueron más balsámicos que la propia visita a uno de los más bellos lugares del mundo. Ironías del mundo y sus gentes. Los sueños, ya se sabe, a veces vale más no catarlos del todo.
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